¡Nunca confiaré en los tintes!
Lo único que consiguen es engañarme mientras los demás siguen viendo mi interior.


viernes, 26 de marzo de 2010

Calles Nazarenas de Salamanca XXV: Calles para un Via Crucis

Sonido de campanas en la lejanía. Se escuchan murmullos que atraviesan las cristaleras de una iglesia. Va a dar comienzo el rezo del Via Crucis pasional y San Bernardo, el barrio que acoge a los nazarenos más jóvenes de los que caminan las calles salmantinas, como en tiempos hiciera con quienes se acercaban cada tarde de domingo a disfrutar con las jugadas de su equipo en el viejo Calvario o con aquellos otros que visitaban la que pomposamente vino a ser llamada Feria de Muestras, se hace vía sacra y pone sus cruces para que los cofrades hagan estación.
Catorce paradas. Catorce momentos para la reflexión. Catorce visitas a los desfavorecidos, a los enfermos, a los que se aferran a la imagen de ese Ecce Homo para sanar su alma. Los nazarenos lo saben y se animan unos a otros para alcanzar su misión, mientras van dejando atrás calles de barrio, de su barrio, para llevar su mensaje hasta el mismo centro de la ciudad. Calles que recorren en su propia soledad aun sabiéndose mirados por quienes ocupan las aceras. Carrera procesional que completarán paso a paso, estación a estación, acompañando a su Cristo. Acompañados por su Cristo.
Ida y vuelta nazarena con aromas de ropa recién planchada. Ida y vuelta cofrade para cerrar el círculo de su propia pasión envuelta entre las notas de una marcha costalera. Ida, sí, pero ellos saben que todo está en su vuelta. Se saben esperados en la más deseada de sus estaciones.
El hospital, el viejo Hospital de la Trinidad, heredero de aquellos otros mucho más viejos aún, saca a sus gentes hasta la escalerilla de acceso para recibir la oración que cada uno de los que cargan con el peso de su pasión, que cada hermano penitente, lleva en el reverso de su negro escapulario. Oraciones para los demás, que no propias. Pues para cada enfermo habrá una mirada, un gesto, un compromiso, que será recompensado por una sonrisa agradecida. Una simple sonrisa en rostros doloridos. Y Él, el del mayor dolor, dejará allí, cubriendo alas y galerías, su clámide púrpura misericordiosa para arropar a los desvalidos. La estación del dolor.
Después, satisfechos, los nazarenos caminarán livianos. Olvidarán el peso y el cansancio para retornar de nuevo a la iglesia que les vió partir.
Y los susurros se transformarán en alegres frases entre hermanos. En abrazos satisfechos por haber alcanzado su meta. En lágrimas alborozadas que quedarán prendidas a hábitos y capuchones como testimonio de que todo termina su ciclo. Despedidas hasta un próximo año de quienes se volverán a ver mañana. Pero mañana no será lo mismo. Porque nunca es igual.

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