¡Nunca confiaré en los tintes!
Lo único que consiguen es engañarme mientras los demás siguen viendo mi interior.


jueves, 28 de febrero de 2008

Dejar huella

Y, hablando de memoria, ¿hay algo peor que no recordar? ¡Sí! ¡Que no te recuerden!

Todos queremos dejar huella indeleble, muchos lo necesitan y sólo algunos lo consiguen. Pero luchar por dejar constancia, creo que es algo que nace con cada uno de nosotros y que cuando nos sentimos olvidados, nos duele aunque hagamos esfuerzos para que no se refleje en nuestro rostro.

Cada uno de nosotros, en algún momento, más o menos cercano, se ha sentido el centro, el punto de confluencia de miradas y comentarios, protagonista y admirado. Y, seguramente, esa sensación nos ha hecho sentir de manera especial. ¿Y después?

Todo pasa rápidamente. La flor de un día se marchita y todas las aguas vuelven a un cauce que, por discreto, apenas parece fluir. El ego se desinfla y recobra su tamaño habitual, ese que hace que quepa en apenas un puño cerrado, dejando que otros egos ocupen el lugar vacante de la gloria. Efímera.

Y cuanto más tiempo pasa, más lejanos quedan esos momentos y todo se diluye en una nada que se vacía por momentos. Y van desapareciendo velozmente aquellos amigos que aprovechando la marea alta son capaces de recordar vivencias que jamás compartieron con nosotros. Porque, cuando el recuerdo se va perdiendo en la memoria, esos que nos cubrían bajo sus protectoras alas, abrigándonos de imaginarios enemigos, pliegan de pronto ese manto y, sin ruidos o con ellos, se marchan a proteger nuevos intereses. Efímeros intereses que les hacen sentirse autorizados a seguir en contacto con los laureles.

Cuando la gloria, siempre pasajera, nos abandona, sólo quienes de verdad han sido sinceros compañeros continuarán a nuestro lado, con sus condiciones, pero sabedores de que, tras haber permanecido eclipsados por el deslumbrante brillo de falsas amistades, ahora serán ellos los que, como siempre, aporten su satinada amistad, mantenida fielmente a flote de vaivenes circunstanciales. Y, al final, serán ellos quienes, en su presencia o en nuestra ausencia, verdaderamente nos harán sentir protagonistas de hazañas cotidianas. Serán ellos los que, sin necesidad de aspavientos ni alharacas, nos recordarán por nosotros mismos. Y al menos en este mundo íntimo, en esta parcela de la vida que sólo compartimos con los queridos, nunca dejaremos de ser recordados. Y nos podremos sentir satisfechos de dejar una marca. Porque en su memoria siempre permanecerá nuestro recuerdo. Eterno. Agradecido. Y nosotros, eslabón de esa cadena, les recordaremos para compartir con ellos su propia gloria. Porque en nosotros quedará su huella. Siempre. Porque yo, al menos, siempre les recuerdo. Mi gente. Mis amigos.

martes, 26 de febrero de 2008

Memoria

Tengo que hacerme mirar la cana, pues me da la impresión de que la conexión que la enlaza con mi interior no funciona correctamente. Se trata sólo de un pálpito, de un "no sé qué" que a veces me desasosiega y hace que las revueltas entre las sábanas sean casi permanentes. Es algo difícilmente explicable, pero que me impide funcionar correctamente.
Todos los días abro esta página electrónica con la intención de corresponder a ese compromiso que asumí con el comienzo del año por el cuál iba a aportar algo casi a diario, pero cuando veo el fondo en blanco se me nubla la mente. Y cuando tengo algo lúcido que contar, algo que contarme, no soy capaz de llegar a ver el fondo blanco del diario y confío en mi memoria como receptáculo en el que mi idea quedará resguardada hasta su uso. Y, al final, o se me olvida o, tras darle varias vueltas que hacen perder frescura espontánea hasta a la mejor de las ideas, veo que lo que me vino en inspiración puntual es ahora algo más simple, más vulgar y, lo que es peor, carente de suficiente calidad como para ser incluido en este diario para justa crítica de quienes lo leen. Y, al final, me conformo con ver si alguien ha realizado un comentario al que contestar convenientemente. Pero el compromiso se cumple impuntualmente.
A lo que iba. He caído en la cuenta de que eso que me desasosiega, eso que me hace revolverme entre las sábanas sin motivo, no es más que el que de un tiempo a esta parte, veo que la memoria me juega malas pasadas y que, a pesar de contar con libretas, pda, agenda electrónica en el teléfono móvil y fuera de él, pegatinas amarillas y otros variados artilugios de los que ni recordar el nombre quiero, sigo confiando en ella y me obstino en "malutilizar" estas herramientas que la tecnología pone a mi servicio. Yo, que siempre he alardeado de una vista felina y me he ufanado de una memoria prodigiosa, tengo ahora que doblegar mi mimbroso orgullo y reconocer que ya no soy capaz de realizar una lectura descansada sin los lentes adecuados ni, lo que es peor, anticipar acontecimientos futuros simplemente por el hecho de que sé que mi mente no lo recordará.
¡Otra vez que me pierdo por las sierras de la patria de Sabina! Si ya lo digo yo, cosas de la memoria.
La cuestión es que anoche vi con interés el televisado debate (¿?) entre quienes se supone deberán regir nuestros destinos los próximos años. Porque lo hacen a medias (lo de regir nuestros destinos, no el debate), que no lo dude nadie, aunque alternando en el mullido de los sillones. Absortamente, absorbí todo lo que escuché. Y lo que vi, me convenció. Hizo que decidiese mi postura. Me aclaró las ideas. Decidí, allí mismo, en ese instante, quién iba a ser el destinatario de mi voto y, satisfecho conmigo mismo, dormí. Dormí como hacía tiempo. Y ahora, tras ese sueño generoso y profundo, no es que no recuerde qué decisión tomé, es que he olvidado hasta el nombre de los contrincantes. Sólo recuerdo que debo votar a los dos... ¿o eran tres?
¡Maldita memoria!
¡Maldita neurona!
¡Maldita cana!
¡Maldita política!

martes, 19 de febrero de 2008

Entender la libertad

La desgana de estos días no es ociosa, sino resultado de una mayor ocupación, atenta a otros asuntos, que me ha llevado a descuidar, de algún modo, este diario.

No obstante, entro apremiado en un relajo de actividades, para dejar constancia aunque sea sólo con una frase.

Hace ya tantos años que es considerado como parte de la historia, un energúmeno, falto de órganos y sobrado de "hombría", lanzó vivas a la muerte y desprecios a la inteligencia en la cuna del saber, en el lar de mi Alma Mater. Y tuvieron que ser sus moradores quienes, representados en la figura del rector, parasen los pies a ese histrión con uniforme y con todo su desprecio, hacer valer el sentido de lo que representa la Universidad.

Ahora, y van ya varios casos (desde Benedicto XVI en La Sapienza a Dolors Nadal en la Pompeu-Fabra), los energúmenos son los que se crían a los pechos de esta fuente de saber y agreden, verbal y físicamente, a quienes no comulgan con sus ¿ideas? Cuervos malcriados que, no sé si con la anuencia de sus progenitores, son capaces de picotear a cualquiera otro que no esté en su restringido círculo. Y nadie, representado en ninguna figura de autoridad, ha sido capaz de acallarlos, darles un cachete en sus juveniles aunque resabiados colodrillos, y llamarlos al orden, haciéndoles ver cómo con su actuación no sólo agreden a esta institución secularmente universalizante, sino que van en contra de la filosofía que dicen defender y atacan al conjunto de la humanidad. Pequeños autócratas que, si les dejamos, nos gobernarán algún día. Desgraciadamente.

¡Cómo se echa de menos una autoridad académica con arrestos!

La cadena aumenta sus eslabones. Acabo de leer que, ahora mismo, mientras yo escribía estas palabras, hacían algo similar con Rosa Díez en la Complutense. ¡Pandilla de hijos de puta!

domingo, 10 de febrero de 2008

Dos lágrimas

Primer sábado de Cuaresma.
Torrijas empapadas de ternura y de aromas a canela que incitan a los sentidos a olvidar los ayunos de ayer.

Día extraño que trae aromas del sur. Con la calidez de un sol primaveral que se adelanta y que añoraremos cuando los nazarenos recorran en silencio recogido entre admirados muros barrocos, las gastadas losas de calles que otra vez recordarán los aromas de incienso y cera fundida. Aromas que impregnarán con sus volutas, al paso de imágenes intemporales, las incipientes gitanillas de balcones seculares.

Sol de un día de cielos puros para una jornada de intensidad cofrade. Sí, directa o tangencial. Intensidad cofrade. ¡Como hacía tiempo!

En esa que siempre será mi Hermandad, la mañana se desperezaba con tensión. Con la rigidez de una mala noche. Como siempre que se produce alteración de lo estable, la rutina tiritaba. Había elecciones. Paso previo, premisa reglada anterior a la renovación de órganos directores. Pero, nada más. La tibieza del mediodía no llegó a calentar sino lo muros de San Esteban y los ánimos se contagiaron de esa cálida tranquilidad en los momentos en que los hermanos se comprometían con quienes serán sus guías, capataces de sus pasos, en un inmediato futuro. Muchos seremos los que nos alegramos de esta normalidad.

Y la música. Música cofrade llenando toda la tarde. Sonidos de metal recorriendo las aceras que pisaré, alguaciles de lo que se anuncia. Notas de piedad llenando todos los espacios. Un cristo amparándose tras los jóvenes músicos en un carmen parroquial, Albaicín en Salamanca. Golpes de tambor, sordos, secos, para anunciar la llegada de clarines que acompañarán a nazarenos de sabor salado y origen de nuevos mundos. Alegría. Alegría cofrade. Cornetas y tambores derramando lo que se preparó con esmero. Aplausos. Devoción de un público entregado.

No hay tiempo para más. Un café, resultados electorales, enhorabuenas sinceras, los mejores deseos, un café.

Más música. Música que arrastra polémica pero que atrae a todos. Ámplios espacios para acoger a más tambores y más cornetas. Y público. Más público. Mucho público. Todos expectantes ante lo esperado. Conocidos y desconocidos. Escépticos y fieles convencidos. Íbamos a escuchar a "dios" y a un "gitano" y, lo que es peor, iban a ser comparados. Con lastres añadidos, en el caso del gitano, pues éste es gitano salmantino, sobrio y recio, mientras que dios es sevillano. Porque, en esta semana santa, dios es siempre sevillano. Trianera Esperanza en la Fortis salmantina. Aun así, todos dispuestos a oir. Escuchar. Disfrutar. ¡Seguro!

Sonaba "La Saeta". Una niña, con un fiscorno entre sus manos y apoyado en los labios, dejaba resbalar dos lágrimas por sus mejillas. Un fliscorno lloró con las notas de la pasión y yo lo ví. Lágrimas de satisfacción que recordaré, seguro, de este primaveral sábado de Cuaresma.

viernes, 1 de febrero de 2008

¿Creyente? ¡Creyente!

Hace tiempo que no leo a los místicos. No es que haya sido un devorador de sus textos, pero alguna vez los leí.
Ahora, más pragmático, cuando mis canas anímicas me obligan a considerar el tiempo como bien valioso en extremo, leo a otros, de quienes he creído que podía obtener un "algo" más. Al menos por cercanía en el tiempo.
Por lo que recuerdo, los místicos son para convencidos, para creyentes firmes, sin dudas. Deliciosas palabras que inspiran calma y dulcifican el espíritu.
Yo no soy así. Yo estoy hecho un mar de dudas. Desde siempre. Una mente racional, o más bien racionalista, si no es gobernada con firmeza, hay veces que impone criterios que nos hacen dudar.
La ciencia, así sin más, en su vertiente pura, positivista, pretendiendo validar todo mediante demostración empírica, parece incompatible con unas creencias religiosas que no necesitan sino de la fe para tener validez. Pero está claro que la ciencia no es más que un conjunto de herramientas que posibilitan ampliar el conocimiento humano y que ésta debe ser separada de la religión, llamémosla fe, que no necesita la falsabilidad de los argumentos para su demostración.
Además, dudar no es malo. La duda es positiva, pues estimula y favorece la necesidad de profundizar en la búsqueda de su propia resolución, retroalimentándose. ¿Qué sería de un mundo en el que todo estuviese cartesianamente establecido? ¿Qué sería del libre albedrío? ¿Habría necesidad de creer en un Dios expresamente patente?
Últimamente he intentado encontrar respuestas acercándome a quienes, dando testimonio de que también han dudado, reflejan su experiencia en textos que permiten conjugar ciencia y religión. O más bien ciencia y Dios.
Creyente sí, pero no me veo con esa fe del carbonero que defendió Alonso de Madrigal, nuestro "Tostado", en su lecho de muerte y que popularizó mi admirado don Miguel. Creyente sí, pero con dudas. Muchas dudas. Necesitando salir del escondite que proporcionan los dogmas y buscar respuestas.
Me ha defraudado Ayala. Pensé que en su "Darwin y el diseño inteligente", este científico, evolucionista prestigioso y fraile dominico (al menos como tal tomó hábitos), iba a implicarse más. A proporcionarme argumentos sólidos para compaginar evolución y Dios. Ciencia y religión. Sin embargo, no he encontrado nada que ya no supiera. Ningún argumento novedoso para convencimiento de escépticos descreídos. Aun así, me ha venido bien refrescar algunos conceptos y asentarlos para poder continuar.
Más personal y reflexivo es el "¿Cómo habla Dios?" de Collins, director del proyecto "Genoma Humano" y premio Príncipe de Asturias, quien utiliza su experiencia personal para argumentar la compatibilidad entre ciencia y fe. Es ésta una obra, se podría decir, más íntima, más reflexiva, que me ha proporcionado argumentos con los que poder paliar, si no resolver, algunas de las dudas que me asaltan.
Me he sentido bien con ambas lecturas. Cada una en su forma. Pero necesito más. Creo que mucho más. No lo sé, pero, seguramente, por aprovechar mi tiempo, debería desandar estos últimos pasos, aunque no reniego de haberlos dado. O continuar un poco más allá. ¡Siempre la duda!
Debo reconsiderar el creciente valor de mi tiempo y volver a leer esos maravillosos textos de Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Luis de León o del sevillano Isidoro, el último de los padres de la Iglesia. En ellos no existe necesidad de justificar ni de justificarse. La duda está y estará, pero por lo menos ellos estaban convencidos.
Ya lo dijo Teresa: -"¡Sólo Dios basta!"-.