Hace días que debería haber escrito esta entrada. Concretamente, ya que se trata de una felicitación, debería haber coincidido con la fecha de celebración. Pero, la verdad es que mi cana sigue dando la lata y hace que el cansancio acumulado me impida tener al día mi agenda virtual. No obstante, estoy convencido de que cada día es una nueva celebración y que, al final, es más importante recordar todos y cada uno de los días, incluyendo por supuesto los que ya han pasado desde el exacto quincuagésimo aniversario.
No voy a remontarme mucho tiempo atrás, pues no podría. Mi primer contacto con José Luis, el que a partir de ahora será José Luis padre para mí, tuvo lugar un día de la primavera de hace unos cuantos años. Casi diría que fue algo casual, producto de una necesidad puntual. Tenía que organizar la cena de clausura de una reunión y alguien, también de grato recuerdo, me sugirió: -¿Por qué no vas al Valencia?- Y siguiendo esa recomendación me acerqué por ese cerrado callejón que, hasta entonces, sólo era para mí la remembranza de trasnochados chocolates y churros con aromas andaluces. En aquél momento, y desde entonces, ví que había contactado con un hombre de bien; con una persona que, dedicada a su negocio, sabía mantener la familiaridad incluso con desconocidos, como era mi caso en aquellos momentos. La cordialidad de ese primer momento dejó un poso que aún permanece en ese fondo de pozo en el que quedan las cosas buenas. En el que acumulamos todo aquello que sabemos que podemos rescatar con sólo asomarnos al brocal. Desde entonces, desde ese primer encuentro, puedo decir que, en mi anonimato, ese restaurante, "el Valencia", pasó a ocupar un lugar de privilegio en mi intimidad gastronómica. Porque, desde aquella primera visita, como si de una amorosa esposa se tratara, fui ganado por el estómago. La excelencia de su cocina, ese trato que me hizo sentir no como en casa, sino como en casa de esa abuela que espera cariñosa cada una de nuestras visitas para agasajarnos con lo mejor de su despensa, y el ambiente de un comedor familiar, me ganaron para siempre. Pero, no sólo fue eso, pues desde la misma entrada, esa entrada que hace dudar a la vista entre la derecha, cargada de exquisiteces que se cuelan por cada una de las pupilas, y la izquierda, fotos y estampas, santos y toreros, esencias de la tradición que más me ha llamado desde mi infancia, desde ese mismo instante, digo, sin necesidad de más parafernalia, me sentí en mi ambiente.
Poco a poco, caña a caña, tapa a tapa, se me abrieron nuevas puertas. Se nos abrieron nuevas puertas, pues no quisiera dejar fuera a los que conmigo comparten ambrosías. Y por esas puertas asomaba la cordialidad. Cordialidad con nombre propio. Cordialidad y simpatía con un nombre: Beatriz. Enmarcada en una sonrisa que, aun viniéndole seguramente de familia, es la prolongación de la afabilidad de José Luis padre. Una sonrisa morena, abundante, amable y sincera. Una sonrisa que, poco a poco, nos dejó entrever algo que sospechábamos. Una sonrisa que nos introdujo en la Basílica de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder traída a Salamanca con albero de la Maestranza en los zancos de sus pasos. Una sonrisa que, con falso enojo, nos habla, porque desde entonces, como si fuera desde siempre, esa sonrisa nos habla, del Gran Poder y de Morante. Y de la Soledad y de la Esperanza y de toros y toreros. Pero, por encima de todo, el Señor y Morante. Otro señor. Una sonrisa que confiadamente nos ha dejado asomarnos a los fogones para descubrir que allí, entre perlas de sudor y perolas humeantes, la sonrisa tiene una extensión. Una prolongación de Beatriz, o de José Luis padre, o de la mixtura de ambos. Allí, uniformado y orgulloso, otro José Luis, el que a partir de ahora será José Luis hijo para mí, ha conseguido rematar la faena. Ha sido esa muleta que plana y por derecho, como se hacen las cosas, nos ha encelado y ha conseguido que nos entregáramos. José Luis hijo que, con manos capaces de poner nazarenos en sus platos, con manos capaces de dibujar sobre negra cartulina ese natural de Morante que nadie como él aprecia, con manos capaces de rezarle al Señor sujetando el mango de una sartén, nos abre su casa para que estemos en ella como en la nuestra.
Y nosotros,... orgullosos de estar allí, de estar con ellos, de compartir su casa y su sonrisa. Porque ambos se unen en una sonrisa que, por única, se nos hace agradablemente inmensa. Y se lo agradecemos.
Ahora, espero a esa tarde de sábado, a cada tarde de sábado, para pasar por ese Callejón de la Bomba a ver a mis amigos. Porque sé que son mis amigos. Porque sé que son nuestros amigos. Y charlar de toros y Semana Santa. De lo nuestro. Y alegrarnos con ellos de sus cincuenta años. Con todos ellos, porque no olvido al resto de una "familia" que, representada en la amabilidad de Belén tras la barra, también forman parte de esa sonrisa. Porque el Restaurante Valencia es ahora como parte de nuestra casa. Porque "Casa Valencia", que así me suena mejor, después de cincuenta años de esfuerzo y trabajo, es, aparte de todo y sobre todo,... una sonrisa. La mejor de las sonrisas.
A todos vosotros. A toda la familia Valencia, desde nuestra sonrisa, ¡felicidades!
Sólo me queda decir: -¡MORANTE!-, para escuchar un inmenso -¡OOOLE!- que saliendo de lo más hondo de un gran corazón, haga retumbar todas las paredes de esta casa.
¡Ah! Y gracias, de corazón.