¡Nunca confiaré en los tintes!
Lo único que consiguen es engañarme mientras los demás siguen viendo mi interior.


sábado, 31 de octubre de 2009

Difuntos anónimos

Vuelvo a visitar el camposanto. A pesar de laicidades y disfraces, mientras los más jóvenes se desperezan tras una noche de muertos vivientes, de trucos y tratos, de bailes y calabazas. A pesar de todo, prefiero el olor a churro y anis, el colorido de claveles y crisantemos, el trasiego lúgubremente festivo por los estrechos caminos que, entre nichos y tumbas, recorren hombres y mujeres fieles a una tradición y a una liturgia. Porque yo seré uno de ellos. Porque allí están mis difuntos. Porque creo en la liturgia. Porque mantengo la tradición.
Va a hacer un año ya que, en la única visita obligada que hago a este lugar, descubrí que las flores que depositamos en su lápida, ésas que horas antes le fueron regaladas por quienes más le quieren, habían sido sustraídas.
Ayer, escucho en un noticiario local que las fotografías que mantienen el recuerdo de quienes allí moran, hasta un total de más de doscientas, habían sido arrancadas por lo que se supone serían gamberros.
¿Será resultado de la secularización popular o habrá sido así toda la vida? ¿Será esto el laicismo con el que nos amenazan?
Pues yo, igual que hace un año, igual que siempre, volveré con los míos a depositar mi ramo de flores sobre la lápida, consciente de que sólo serán para unas horas; de que los "profesionales" de la gratuidad del propio exorno funerario a costa de los otros, caerán inmediatamente sobre ellas para su traslado a donde ellos, con toda su seguridad, creen que son más necesarias: sus propios muertos.
Pues aquellos a quienes les han robado los rostros de los suyos, volverán, como cada año, para, aun sin verles la cara, charlar con ellos como si nada hubiera ocurrido; para decirles que no hace falta una fotografía cuando el recuerdo está indeleble en el alma.
¿Y los que nunca tienen flores y jamás tuvieron una fotografía? Pobres, aquellos a quienes nadie va a recordarles y permanecen con sus nombres borrados por el paso del tiempo. Lápidas anónimas que observan el trasiego sabiendo que nadie se detendrá junto a ellas, siquiera en estos días de los que se saben protagonistas. Porque muchos de ellos son santos al tiempo que difuntos. Pues para ellos es mi recuerdo. Para ellos mi oración de estos días. Para ellos mi curiosidad por saber que fueron, imaginando a buenas gentes, dedicadas a lo suyo y a los suyos, felices mientras vivieron. Para ellos, anónimos residentes, mis paseos entre cipreses y mausoleos. Para ellos las flores que dejo sobre la tumba de mi padre. Porque sé que a mi padre nunca le hubiera importado compartirlas. Para ellos los cientos de fotografías robadas que podrían ponerles rostro. Para ellos el mejor de mis recuerdos en mi oración.

jueves, 29 de octubre de 2009

El sargento Mayoral

Regreso en estos momentos de presentar un libro. Una actividad que en mi, posiblemente dilatada, experiencia (o eso creo tras más de veinte años de profesión) no había hecho jamás. Al menos, soy incapaz de encontrar nada parecido cuando rebusco en este almacén de recuerdos que es mi cana.
Podríamos decir que se trató de algo íntimo, por lo que no es que haya sido algo digno de ser reseñado por los medios de comunicación, más centrados ahora en la campaña electoral en la que está inmersa esta institución centenaria para la que trabajo, pero para mí ha sido un acto agradable, cargado de responsabilidad y, sobre todo, como ya he dicho, novedoso. Además, dada mi pasión por cualquier papel escrito y encuadernado, me he encontrado encantado al disfrutar con un nuevo libro entre mis manos.
Y, seguramente por asociación de ideas, he recordado (parece mentira los recovecos que puede tener la mente humana) que hace unos días me sorprendió gratamente una noticia que seguramente para la mayoría de los lectores de prensa diaria pasó desapercibida o, con más seguridad, quedó enmascarada por titulares de altísima trascendencia. Pues tramas y contubernios de políticos de uno y otro signo, de mayor o menor rango institucional, cubren como nubarrones de azufre las portadas de los diarios y las cabeceras de las noticias, radiadas o televisadas. Pero yo me detuve en esta pequeña y escueta noticia:

"Rescatan la historia del sargento español que se hizo pasar por cardenal".


¡Córcholis! (a veces me admiro de mi educación). ¡Eso me suena!, me dije, recordando que no muchos días antes había estado ojeando las páginas de esta obra. Unas páginas electrónicas (que ya quisiera yo tener en mi estantería el librito en papel) pero no por ello menos interesantes, pues se trata de la edición original de la obra. Pues bien, ahora, una editorial sevillana (Ediciones Espuela de Plata), en la que se han editado magníficas obras de Semana Santa, ha reeditado la obra titulada "Historia verdadera del sargento Francisco Mayoral natural de Salamanca fingido cardenal de Borbón en Francia escrita por él mismo y dada a luz por D.J.V.".
¿Y qué tiene de interesante este libro? Pues nada más que la curiosidad de que se trata de la biografía de un caradura salmantino. La historia de un sargento que, tras ser hecho prisionero por las tropas napoleónicas, se hizo pasar por distintas categorías eclesiásticas que le alzaron hasta el Cardenalato, consiguiendo engañar al pueblo francés. Un suceso que se tuvo por increíble durante muchísimos años, pero que corresponde a la fiel realidad de este personaje. Un suceso histórico a pesar de lo novelesco de todo aquello que podemos encontrar en sus páginas y cuya lectura recomiendo a los interesados en la historia curiosa de Salamanca y de lo salmantino.
Simplemente, como reseña biográfica de este personaje, citar la que he encontrado en una de las notas de prensa por las que he pasado, la cual dice que Mayoral nació en Ávila el 12 de septiembre de 1781, aunque su familia se trasladó a Salamanca por lo que en los documentos se le considera salmantino, se casó en 1800 y en 1807 tuvo un hijo.
Fue sargento primero en el regimiento de Ciudad Rodrigo y cayó prisionero de los franceses tras el terrible asedio de esa ciudad, en 1810, tras lo cual, al pasar a Francia en una cuerda de presos concibió la argucia de hacerse pasar por fraile. En 1814, al acabar la guerra y descubierta su impostura se le mandó a España, donde en 1815 la Auditoría General de Guerra de Cataluña lo procesó por la jurisdicción militar. En 1816 fechó el manuscrito autobiográfico de su historia, tras lo cual el Santo Oficio lo procesó y condenó en 1818 a cuatro años de destierro en Ceuta.


Curiosidades de la historia que tienen que venir a recordarnos desde la mismísima Sevilla.
¡Ojú!

martes, 27 de octubre de 2009

Un paseo con amigos

Hacía tiempo que tenía pendiente un paseo por calles y callejas. Un recorrido entre dorados muros en la mejor de las compañías. Un repaso a la historia vivida desde dentro, inmerso en la luz diáfana de los siglos, junto a quienes, como yo, se enorgullecen de ver cómo esta Salamanca que nos enamora tiene tanto que contar y que contarnos como para dejar volar la cana hacia atrás y dejarse llevar por una realidad que sólo puede ser imaginada.
Pues, ¿por qué no ahora? ¿Por qué no aprovechar esta tarde en la que la lluvia nos muestra que el otoño ha entrado de repente? Y decido buscar a mis amigos. Aquellos con los que tenía comprometido este paseo, para dejar que nuestros pasos nos lleven hacia donde quieran.


En la caída de la tarde, con el sol oculto por negros nubarrones y dispuesto a esconderse tras los tesos que guardan El Zurguén, el Vizconde del Castañar, don Fernando de Zúñiga, quien aún no ha vuelto a actuar en su papel de investigador desde que en 1683, va ya para seis años, se viese involucrado en extrañas muertes relacionadas con ese nuevo juego de naipes que se ha dado en llamar "mus"Pelayo, su más fiel acompañante, un papón leonés cuyo nombre no viene al caso y un servidor, admirador declarado de todos ellos, coincidimos en el Corrillo de la Yerba, en terreno de nadie. No sé si nos buscábamos o la casualidad ha querido que sea hoy, este día del mes de octubre del año de Nuestro Señor de 1689, cuando hemos alcanzado a reunirnos y, con ello, aprovechar para hacer uno de esos recorridos por esta ciudad que de seguro a todos nos deleitan y que, como dije más arriba, estaba pendiente desde hacía tiempo.

Esta húmeda tarde, tras las intensas lluvias de la mañana, acumula en su aire infinidad de olores que, entremezclados, nos llegan desde la cercana plaza de San Martín. Los comerciantes comienzan a recoger su mercancía antes de que la noche se eche encima. Los deliciosos aromas de la tierra recién mojada se entremezclan con los menos agradables de los pescados, verduras, curtidos y carnes que resistieron toda la jornada sobre los entablados en los que se exponían para su venta. Las gentes comienzan a recogerse y nosotros, el grupo de paseantes, dudamos si enfilar la Rúa de los Francos o la calle de Sordolodo, pues es nuestra intención visitar los edificios, aún inconclusos, del Colegio del Espíritu Santo y de la nueva Catedral, que, afortunadamente, se alza junto a aquella vieja Fortis Salmantina que vio durante siglos lo que nosotros ahora sólo podemos conocer por los libros. Como en sus cercanías se halla también la vivienda de nuestro doctor Zúñiga, finalmente, optamos por dejar la visita a la Catedral para la parte última de nuestro recorrido y, así, dejar al vizconde en casa; propuesta que parte de él mismo, argumentando un cansancio debido a la edad, falso a todas luces.

No hemos hecho sino comenzar el camino y caemos en la cuenta de que casi se nos acaba la calle de Sordolodo, pues la conversación es amena y todos los santos se nos van al cielo sin apenas caer en la cuenta. Aun así, mientras pasamos junto a la Iglesia de San Benito, entrevista por el angosto callejón de las Velas, nos detenemos para recordar a los Manzano, de este bando, y a los Enríquez, del de Santo Tomé. Imaginamos la justiciera venganza de doña María, la brava madre de estos últimos y vemos, en el recuerdo, cabezas cortadas sobre tumbas vengadas. Casi sin ruptura, hablamos también de  los Maldonados y su lucha por las comunidades, de la curiosidad de su escudo, plagado de francesas flores de lis, de idas y venidas, y de afrentas. Sobre todo de afrentas... y nos topamos, al acabársenos la calle, con el imponente edificio con el que Felipe III y, sobre todo, su esposa Margarita, quisieron, al tiempo que competir con las obras de la Nueva Catedral, agasajar a la Compañía de Jesús. El impresionante Real Colegio del Espíritu Santo.

-¿Sabían ustedes que allá por el primer cuarto del pasado siglo dieciséis anduvo por Salamanca el fundador de la Orden?- Pregunta de improviso uno de nosotros al resto como si lanzase su pregunta al viento.

-¿Conocían vuestras mercedes que sufrió prisión en la mismísima catedral; en la Fortis Salmantina?- Continúa con sus cuestiones.
-¡Por supuesto!- contestamos el resto al unísono. Y comenzamos a rememorar, entre todos, cómo el mismísimo San Ignacio, el de Loyola, padeció presidio durante veintidós días en esta ciudad. La cosa es que, resumida porque se nos echa la noche encima, el santo, en su visita a Salamanca, predicaba cosas de Dios a pesar de carecer de estudios que le avalasen. «Hablamos, dice Ignacio, quándo de una virtud, quándo de otra, y esto alabando; quándo de un vicio, quándo de otro, y reprehendiendo».

Esta forma de actuar, una vez se corrió entre las gentes, ocasionó gran disgusto entre los predicadores frailes del Convento de San Esteban. Así, tras citarlo en las dependencias del convento, intentaron reconducirle en su actitud, y viendo que esto era imposible, le dejaron encerrado durante tres días.
«Al cabo de los 3 días vino un notario y llevóles a la cárcel. Y no los pusieron con los malhechores en bajo, mas en un aposento alto, adonde, por ser cosa vieja y deshabitada, había mucha suciedad.
...
Y algunos días después fue llamado delante de cuatro jueces y aquí le preguntaron muchas cosas, no sólo de los Ejercicios, mas de teología, verbi gratia, de la Trinidad y del Sacramento, cómo entendía estos artículos. Y él hizo su prefación primero. Y todavía, mandado por los jueces, dijo de tal manera, que no tuvieron qué reprehendelle. 
Entre muchos que venían hablalle a la cárcel vino una vez D. Francisco de Mendoza, que agora se dice cardenal de Burgos. Preguntándole familiarmente cómo se hallaba en la prisión y si le pesaba de estar preso, le respondió: «yo responderé lo que respondí hoy a una señora, que decía palabras de compasión por verme preso». Yo le dije: «en esto mostráis que no deseáis de estar presa por amor de Dios. ¿pues tanto mal os paresce que es la prisión? pues yo os digo que no hay tantos grillos ni cadenas en Salamanca, que yo no deseo más por amor de Dios».
...
A los 22 días que estaban presos les llamaron a oír la sentencia, la cual era que no se hallaba ningún error ni en vida ni en doctrina; y que así podrían hacer como antes hacían, enseñando la doctrina y hablando de cosas de Dios, con tanto que nunca difiniesen: esto es pecado mortal, o esto es pecado venial, si no fuese pasados 4 años, que huviesen más estudiado».

Admirable comportamiento el del Santo, curiosos los hechos y un correctivo para los de Santo Domingo. Desde entonces, jesuitas y dominicos recorren caminos en los que procuran evitar los cruces.

Pero... tan absortos estamos en la charla que apenas caemos en la cuenta de que la noche se ha echado sobre nosotros.

-¡Qué poco dura lo bueno!- digo a los demás mientras intento adivinar sus caras medio ocultas por los embozos de sus capas y medio desfiguradas por las sombras de la noche.
-¡Andemos vivos que a estas horas lo único que queda en las calles es la ronda de la Santa Hermandad!- nos dice el vizconde. -Es hora de que cada cual acuda presto a su casa.- remata Zúñiga.
-¡Mangas verdes!- exclamo, mientras hacemos votos para reunirnos mañana, o pasado mañana a más tardar y completar un paseo que no ha hecho sino comenzar.
-Será mañana, aquí mesmo y al comienzo de la tarde.- propone el leonés, mientras Pelayo asiente en silencio cómplice.
-¡Así será!- responde Zúñiga con cierto apremio, pues está deseando volver a su sala y admirar, a través de su ventana, esa nueva Catedral que será el objeto de nuestra visita del día siguiente.
-¡Quedad con Dios!- digo, mientras comienzo mi retirada. -Esperad, que voy con vos- dice Carlos, el de León, mientras comienza a seguir mis pasos intentando darme alcance.
-¡Que sea hasta mañana!- resuenan cuatro voces en el silencio de la Puerta del Sol, vacía y oscura, al tiempo que se oyen a lo lejos los pasos de los de la ronda y la llama de una vela se aleja discretamente tras una de las ventanas de la casa de los Maldonado, esa que llaman "de las Conchas".

sábado, 24 de octubre de 2009

El Quiosco del Ochavo


Era una de esas cosas que nos rodean sin que reparemos en ella... hasta que, por no se sabe bien qué instinto, un día notamos su ausencia y nos damos cuenta de que llegamos a echarla de menos.
¡Me han quitado el quiosco de las escaleras del Ochavo! ¡Ya no está el quiosco de Ángel!
No sé bien cuándo ha sido, pero ahora, desde que soy consciente de su ausencia, no hay día que pase por allí, que no mire con nostalgia hacia lo que no es ya sino el hueco dejado por ese templete. O quizá lo que veo sea la ausencia en mi propia cana, que no quiere desprenderse de su habitualidad, como el niño que amarra ese peluche, ajado y sucio, que le ancla a lo cotidiano, a la seguridad de lo conocido, incapaz de cambiarlo por algo nuevo y limpio por más que le aseguren que el efecto anímico será el mismo. ¡Qué va a ser el mismo!


Pues así es mi último recuerdo. La imagen de un ajado y sucio quiosco, cerrado pero aún baluarte de lo tradicional. Garita abandonada sin vigilante que vele. ¿Será por eso que la ciudad cedió y lo que fue Gran Hotel son ahora pequeños apartamentos? Quizá. Pues también, en el mismo enclave, fue la desaparición del quiosco-panadería del bajo-escalera la que pudo coincidir con que el vetusto edificio de la Audiencia se transformase en hotel. ¿Es que ahí las cosas van por pares? O será que cuando desaparece el vigía, el entorno aprovecha para cambiar.
Pero esa caseta de chapa y madera era algo más. Era el lugar en el que, desde que fue puesto allí, la prensa llegaba puntual a su cita con la tertulia. Porque siempre había tertulia a su puerta, o esa es la imagen que mantengo. Charlas de taurinos y futboleros, con Ángel, el quiosquero, siempre en el quicio de una puerta que daba paso a su mundo. Y el carrito. Un carrito de mano. Siempre ese carrito que sirvió para recorrer Salamanca en uno de los primeros servicios a domicilio que recuerdo. Su padre, Ángel Castilla, fundador del negocio (eso creo), manejaba el carrito con soltura esquivando obstáculos en su recorrido mientras distribuía la prensa por casas y locales.

Jamás compré nada en él o quizá algún periódico que no recuerdo. Nunca hablé con Ángel, pero le conozco mejor que a muchos otros. No me conoce, pero sé quién es. Y sé que, como los otros, custodiando cada una de las entradas al ágora, siempre fue el responsable de un auténtico fielato del día a día, controlando el pulso ciudadano desde las primeras horas de cada jornada.
Desapareció la máquina de tren que asaba patatas y tenía pipas calientes. Se actualizó el quiosco de Fidela en el arco de la calle de Zamora. Desapareció el quiosco de "La Barazuela" de las escaleras de Pinto. Nos quitaron los urinarios-caseta de turismo de las escaleras del arco del Toro. El del Corrillo... ¿cómo está? Obras y andamios.
Sólo queda el de Fermín, aunque sea in memoriam, para guardar el interior del Templo. No sé qué será de nuestra Plaza cuando su viuda decida que se acabó el negocio. No sé que será de la Plaza sin vigilantes.