Quisiera ser original, pero hubo quien se me adelantó. Vaya para él mi recuerdo. Sentido recuerdo.
Y es que esta plaza, la de Thiebault que fue cuando nació, aun siendo poco transitada por nuestras pasiones, está siempre presente, de una u otra forma, en cualquier alma nazarena. Porque Anaya, refugio de estudiantes ociosos y ociosos profesionales, se ofrece, siempre discreta, para que cofrades y cofradías la abracen silenciosamente. Se presta toda ella para que las capas penitentes, aun cargadas del esfuerzo de quienes las han llevado desde el alba, vuelen airosas por entre los rayos de un sol que despunta sobre los tejados de la misma historia salmantina. Dorados rayos que se filtran por entre las ramas de añosos árboles para fundirse con la plata de las estrellas que, en gracil diadema, juegan a enredarse en el cabello de la Madre Dolorosa. Piedad amada que se entretiene sobre sus costaleros antes de volver a casa, a su casa, a la casa de todos, mientras pasea con sobrio orgullo por el solitario corazón de la plaza. Rojo corazón cofrade que se funde con el suyo mientras escolta el retorno. Despedida que es hábito de año en año cuando Anaya se nos da por completo.
Atardece cuando romos capillos, azules capas, silenciosas cruces y negros escapularios se acercan. Pero ella, ahora tímida, se aparta. Se retira discreta para que sólo sea un roce lo que la estremezca. Y todos pasan por la calle que no es calle, mirándola de reojo sin atreverse a poseerla, aunque a su paso noten como tiembla, ruborizándose celosa. Porque quisiera darse más, ofrecer sus paseos para ellos, pero se queda a un lado, curiosa, viendo cómo todos pasan de puntillas, como si no quisieran mancharla con la cera de cirios y hachones. Y ella se olvida por momentos de su historia, de bartolómicos, de canónigos, de soldados y turistas, porque ahora es nazarena. Sólo una turbada nazarena que en días de Pasión se deja arropar por nubes de incienso mientras se agita su alma al sentir el roce de las túnicas recién planchadas de los penitentes. Y recordará cómo poco antes, sólo unos instantes en su medida del tiempo, el bullicio infantil de palmas agitadas alegremente, hizo que transformase timidez en ternura y se abriera a ellos maternalmente. Es la Plaza de Anaya.
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