¡Nunca confiaré en los tintes!
Lo único que consiguen es engañarme mientras los demás siguen viendo mi interior.


miércoles, 29 de octubre de 2008

Fieles a los difuntos

Otra vez se acerca el día. Como todos los años. Sé que, como siempre, volveré a equivocarme y confundiré a santos con difuntos. Y celebraré a mis difuntos en el día de los Santos equivocadamente. O quizá no. Porque para mí, para cada uno de nosotros, todos nuestros difuntos merecen la santidad y por eso no puedo, no podemos, esperar al día siguiente y los visitamos en este día en el que se reúnen, hacinados pues son multitud, todos cuantos hicieron méritos pero no alcanzaron la notoriedad de tener dedicada una fecha en exclusiva. ¡Y son tantos!

Otra vez visitaré el camposanto. Pero esta vez lo haré con flores. Inútiles flores.

Romería fúnebre en la que las risas y estruendosos comentarios se entremezclarán con el silencioso dolor de quienes sufren una pérdida sentida, en el alma o en el tiempo.

Trasiego de gentes preocupadas, al menos en este día, de que a los suyos no les falte de nada. Como si su bienestar dependiese de la cantidad de abrillantador derramado sobre la losa en la que un señorial ángel de alabastro o una fotografía que hace tiempo perdió sus contornos, son identidad de quienes allí yacen.

Carrusel de colores, cestas y flores que invitan a participar en una fiesta que, por momentos, nos hace olvidar la seriedad del entorno y el respeto que merecen sus moradores. Equívoca idea de tétricos lugares manchados de gris elevado al infinito en alargados cipreses de sombra incierta.

Verbena de lúgubre alegría, aprovechada por los ausentes para visitar, por una vez cada año, a familiares y amigos, al tiempo que se cubren apariencias de manera innecesaria.

Idas y venidas entre aromas de churro y panecillo. Vocinglería feriada compitiendo por atraer a quienes deambulan con la mente perdida en otros lugares.

Excursión de irreverente festividad enmascarada por rebecas de oscura tonalidad que intentan tapar las alegrías del alma. Que no es ese el mejor lugar para enseñar el arco iris.

Y yo, nosotros, entre toda esa baraúnda, intentaremos llegar a un destino conocido por frecuente. Y charlaremos en silencio. Y en silencio rezaremos. Sólo una oración de recuerdo, sólo unas palabras para calmar el alma. Como en todas las otras visitas, un -¿cómo estás?-, o un -¡cómo te añoramos!-, para dejarnos claro, a nosotros mismos, que aún sigue en nuestra memoria, en nuestra más íntima memoria, a pesar del tiempo. Pero esta vez, como es festiva, como hay que recordar a todos los santos, iremos con flores.

Y al día siguiente volveré. Pasearé las estrechas calles, sortearé nichos y lápidas, y volveré allí. Sin gentes ni flores. Sin recordar que es el día en que los difuntos deben recibir el homenaje de quienes les recuerdan sólo por un día cada año. Y volveré a preguntar, en silencio, -¿cómo estás?-, como si no supiera que ya no hay respuesta y que sólo escucharé el silbar del aire entre los cipreses. Y de regreso, como siempre, saludaré a don Miguel, testigo, también mudo, de mis paseos entre panteones y, en mi ensimismamiento, recordaré a otros muchos que, poco a poco, se fueron alejando de mi cana y que en estos días vienen a los recuerdos en tropel fantasmal.

lunes, 27 de octubre de 2008

Un recuerdo perdido

Cuando Samuel quiso reaccionar era tarde. Sin apenas darse cuenta se le había secado el cerebro y ya era imposible intentar siquiera recuperar lo perdido. Quiso dar vueltas a sus ya exiguas ideas y no encontró ninguna que pudiera sacarle del atolladero en que se encontraba. Ni siquiera en parte.
Él siempre se consideró un hombre de ideas. Un hombre cargado de ideas, con una mente repleta de ideas. Y, por ello, desde siempre quiso compartirlas con el resto lanzándolas a los cuatro vientos a pesar de lo desconocido. Cada día amanecía con un bullicio interior que le obligaba a liberar todo lo que su cerebro había fabricado durante la noche para poder, siquiera, atenuar esa presión que sentía cómo le golpeaba intensamente las sienes nada más abrir los ojos. Todos sus sueños tenían que cobrar vida, en el papel, para poder dejar espacio a los que vendrían inexorablemente cada una de las noches del resto de sus días. Frases, palabras, imágenes, sonidos… Todo salía en estruendosa explosión a través de sus dedos y manchaba continuamente cientos de cuartillas que el tiempo, de forma casi inmediata, se encargaba de desparramar por todos los rincones visitados por Samuel. En cada lugar, en cada momento, siempre había una idea que quedaría como huella, seguramente deleble aunque él lo desconociera, de su paso por ese lugar y en ese momento. No había superficie a respetar. Paredes y muros, puertas de retretes, papeles de estraza con restos de haber rodeado algo que se compró, vagones de mercancías, folios y espacios electrónicos… todo servía para su propósito de darse a conocer, de dejar sus palabras a disposición de quienes quisieran recogerlas.
Así, poco a poco pero tumultuosamente, Samuel fue agotándose en sus sueños. Y cuando quiso darse cuenta, su mente se había agostado. Se quedó sin nada que decir. Dejó de regalar sus palabras a quienes ya se habían acostumbrado a recogerlas de forma inconscientemente habitual. Se buscó por dentro y vió que ya no le quedaba nada. Lo había dado todo y estaba hueco en su interior. No pudo encontrar la forma de recuperarlo. Todo estaba perdido. Regalado. Y quiso llorar, pero no recordaba cómo, pues también eso lo dejó en una servilleta de papel junto a un recuerdo.
Vacio, salió en busca de ayuda, pero sólo encontró muros pintados con frases, para él inconexas, cuyo significado conocía pero no recordaba.
Nunca más se volvió a ver un garabato en la pared del aseo en el que Samuel dejó su alma.
Nadie recordó a Samuel, a quien ya sólo acompañaba ese cartón de vino en el que nunca dejó impronta escrita. Ganó barba y perdió peso. Se cubrió de mugre y harapos que encontró junto a un carrito de supermercado en cuya barra alguna vez hubo algo escrito. Cruzó el camino y se perdió sin recordar lo que andaba buscando.
Nunca más nadie volvió a ver a Samuel.

viernes, 17 de octubre de 2008

Recambio cofrade

Acabo de recibir la convocatoria.

Como todos los años, la cofradía celebra de forma simultánea su Junta General y el rendido tributo festivo a las imágenes de su devoción.

He leído el escrito y sólo he alcanzado a pensar: -¡Otra vez elecciones!-. Después, otros asuntos han desviado mi atención y he dejado en el olvido la convocatoria cofrade. Es más, he dormido plácidamente, sin preocuparme lo más mínimo por este asunto.

Vuelvo, sin embargo, a recordar el proceso. No sé bien por qué. Seguramente al rememorar, leyendo en algún sitio, las ansias juveniles de algunos por alcanzar el poder cofrade. He recordado cómo algunos han pedido, en corros y foros, siempre que han tenido oportunidad, que quien ha manejado las riendas de la cofradía, con acierto o fracaso dependiendo de quien lo juzgue, pase el testigo a savia nueva.

Creo que, cuando nada se arriesga, es sencillo reivindicar, criticar y erigirse en adalid de todas las causas. Desde la comodidad del exterior, ya digo. Pero, cuando el lobo se acerca y asoma sus orejas, damos paso atrás y escondemos nuestras críticas y nuestras intenciones.

Pues,... ¡ahora es el momento! Quienes tengan interés en acceder al olimpo del poder cofrade tienen ahora la oportunidad de dar el primer paso. Esos que critican a quienes ahora están ahí, tienen las puertas abiertas para entrar y hacer la limpieza que hace tiempo reclaman. Argumentarán la dureza del proceso, teniendo que nadar contra corriente, pero es algo que está ahí. Además, la satisfacción de la conquista está siempre en directa relación con el esfuerzo que supone alcanzarla. Yo lo hice cuando la cana de mi alma aún no clareaba y ahora lo recuerdo con cariño.

También es cierto que no es la primera vez y que, por lo demostrado hasta ahora, todo seguirá en su inmovilidad. Ya hubo, no hace mucho, proceso electoral en la filial y, al no haber recambio, se tuvo que aclamar a quien no es precisamente de juventud de lo que puede presumir. Eso me demuestra que a pesar de que la sangre bulle ardorosa por las venas de muchos jóvenes cofrades, cuando se les da la oportunidad se dan cuenta de que la responsabilidad del cargo es como una gran losa que inmoviliza los deseos, de lo que supondría arriesgarse a dar el paso, y reculan temerosos ocultando temporalmente sus críticas. ¿Será que aún no se ven maduros? O quizá es que en la cofradía, todos estamos de acuerdo con quien nos dirige y no queremos ni levantar la voz en su contra ni recambios que nos traigan nuevos aires.

Por eso, simplemente mostrar mi admiración por quienes deciden presentarse al proceso, arriesgan, se comprometen, asumen su responsabilidad y regalan su tiempo y trabajo por la cofradía. Si alguien joven asume el reto y alcanza su objetivo, mi admiración para él. Y si es el mismo de siempre, pues toda mi admiración para él igualmente.
En definitiva, que lo importante no es la edad, sino el interés real que cada uno de nosotros muestre por continuar con esta tradición que a muchos nos apasiona. Que más que la necesidad de renovar viejos por jóvenes, lo que se necesita es que todos arrimemos el hombro para que esto funcione. Que más que criticar a quienes han gastado su juventud (pues ellos también fueron jóvenes alguna vez) en la organización cofrade, lo que se necesita es que esas excelentes ideas que pueden cambiar el curso de nuestra Semana Santa, arrancándola de falsas tradiciones perniciosas en muchos casos, se pongan sobre la mesa y se nos convenza a todos de la bondad de las mismas. Porque hay muchas buenas ideas, tanto de viejos como de jóvenes. Lo que importa es ponerlas en práctica para demostrar que sirven para mejorar la Semana Santa.

martes, 7 de octubre de 2008

Rosario

¡Está lloviendo!

No es que a mí me afecte demasiado. Es más, me gusta la lluvia. Sobre todo en estos días otoñales en los que aún no se ha instalado el frío invernal dentro de los cuerpos y el contacto del agua con la tierra da lugar a olores que sugieren mil y una estampas.

Pero, a pesar de todo, en un día como este, el que llueva no genera sino incertidumbres y disgustos a todos los que se han implicado en sacar adelante un compromiso. Aguas que arrastran tras de sí, aun cayendo suavemente, ilusiones y esfuerzos. Porque son muchos los que mantienen la ilusión de cubrir su cabeza con la arpillera y otros, quizá menos, quienes han dedicado tiempo y esfuerzo, aparte de ilusión, para que todo esté en perfecto orden.

Llueve, seguramente, para que todos ellos, al menos en esto, estén de acuerdo. Porque estas contrariedades consiguen lo que no logran las buenas intenciones: poner de acuerdo a todos los que participan del acontecimiento.
Llueve, seguramente, para que todos veamos que nada depende de nuestra decisión y que siempre se presentarán imponderables que se nos escapan de las manos. Y los que han dedicado su esfuerzo para tenerlo todo a punto, olvidarán las críticas, infundadas cuando se hacen desde la comodidad del exterior, y se lamentarán pensando que todo fue vano. Se preguntarán ¿por qué no salen las cosas como se habían previsto? Debiendo doblegarse ante lo irremediable. Pero, en el fondo, estarán orgullosos de haber cumplido. Se sentirán con ese bienestar interior con el que se recompensa su trabajo.

Llueve, seguramente, para que los que tenían que trabajar dando continuidad a los que ya han cumplido, acepten humildemente su condición costalera y, sencillamente, en la intimidad de un claustro que desborda belleza por cada una de sus cuatro calles, acepten mostrar su esfuerzo sólo a unos cuantos, porque no habrá sitio para más; sin ruidos ni excesos, porque aquí no serán necesarios.

Llueve, seguramente, para que todos, en nuestro interior intentemos ser capaces de apartar todo lo que nos separa y, unidos en la reflexión a través de la oración, reconozcamos nuestra insignificancia, olvidemos nuestras envidias y reconozcamos la valía de los que nos rodean. Seamos capaces de otorgar a cada cual lo que le corresponde.

Llueve. ¡Disfrutemos del rosario!

¿Y si no llueve? Pues, ¡disfrutemos del rosario por las calles salmantinas!