Desde que nació. Desde el momento mismo en que su padre lo tuvo entre sus brazos por primera vez, aquel niño estaba destinado a una educación concreta que le conduciría por caminos de triunfo y gloria hasta lo más elevado de la sociedad. Porque era la intención paterna hacer de él no sólo alguien de provecho, sino una persona que, por sí misma, tuviese el reconocimiento de sus semejantes.
Fueron sus primeros años un pedregoso camino en el que las formas y maneras, la urbanidad tal como se entendía en casa -donde la llamaban educación-, eran el único objetivo para rellenar las primeras páginas blancas de su libro vital. ¡Eso no! ¡Eso tampoco! ¡Ni eso! Y,... ¿eso? Órdenes y restricciones para hacer de él un hombre de bien, pero, sobre todo, para conseguir destacar entre los demás.
Fue haciéndose hombre, pero por dentro nunca fue persona. Crecía por fuera pero su interior seguía anclado en aquella educación infantil, familiar e inútil para los días que comenzaban a correr. Su padre, en su afán por hacer de él persona de éxito, se olvidó de dejarle volar con sus propias alas; lo mantuvo encerrado en una urna, transparente pero aislada del entorno, desde la que se podía ver el exterior pero en la que le resultaba imposible acercarse a éste, impidiéndole aprender lo que la vida tenía en oferta.
Jamás supo lo que era disfrutar, aunque pensó que lo tenía todo. Porque él sabía lo que aprendió en casa. Sólo lo que aprendió en casa. Y le parecía que eso era todo lo que había que saber para alcanzar la cima.
Consiguió el éxito. Su éxito. Pero nunca fue reconocido de puertas afuera. Nadie supo quién fue ni perduró en memoria alguna.
Nunca dejó de ser sino un ser anodino dentro de sí mismo. Y, cuando fue consciente de ello, no supo rebelarse y se abandonó hasta morir.