
El silencio se adueña de la noche y la oración se eleva hasta encontrarse en lo más alto con notas salidas de gargantas entumecidas y versos que se hicieron para alivio del crucificado a sabiendas de que el único alivio está en nosotros. Tres actos, que no trilogía, para hacer de la pasión, de esta pasión, culto humano a lo divino. Alabanzas a Él desde la humildad de los cofrades.

Suenan roncas campanas. Todo termina y una lágrima surca un rostro. Él, que nunca debió salir, marcha de nuevo para seguir su camino. Para alcanzar su destino. Para cumplir su misión. Para dar testimonio desde su crucero al escuchar los ruegos de quienes buscan en Él alivio y respuesta. Y la calle se vacía de gentes y nazarenos. Pero el silencio quedará. Quedará presente aguardando hasta el próximo año. Hasta la próxima visita.
Mientras, el que yace, en su misericordia, observa discretamente atento. Callado. Tímidamente invisible, sabe que no es su momento. Que él nunca conocerá un hueco entre los muros isabelinos. Que nunca será parte protagonista de esta oración. Y a sus nazarenos, sobrios y pacientes, como cada año, una vez más, se les abre una pequeña grieta en el alma. Y bajo el caperuz, una solitaria lágrima recorre oculta la mejilla del cofrade hasta fundirse con Su sereno rostro en el frío metal de una medalla.
2 comentarios:
Una pena que las Madres no recen al Yacente una oración o poesía. Ellas complacen su alma y sin saberlo quiebran la de los hermanos que sienten al Yacente como Parte de ellos.
Sí, Jose, pero es lo que hay.
Cordialmente,
Félix
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