Desde el primer día, hace ya años, en que me ví al otro lado de la raya, haciendo lo que hasta entonces hacían otros, supe que la quietud no iba a servirme para mis propósitos.
Cuando comencé a ser docente, antes incluso de sentirme como tal, algo en mi interior me impulsaba a no quedarme quieto, a moverme adelante y atrás entre los bancos de los alumnos mientras impartía mis lecciones, al tiempo que el sudor, quisiera creer de de forma imperceptible, perlaba mi frente. Entonces, cuando la inexperiencia era un exudado mucho más perceptible que el producido por mi propia fisiología, estaba firmemente convencido de que ese vaivén era simplemente la manifestación externa e indomable de un estado nervioso típico de principiante.
Con el paso de los años, los nervios fueron aplacados y, a pesar de no desaparecer, controlados hasta hacerme creer que era yo quien los dominaba. Sin embargo, mis paseos por el aula seguían haciéndome sentir de una forma que no conseguía si permanecía estático sobre la tarima ni, por supuesto, escondido tras un ambón protector. Me veía más cerca de los alumnos y, seguro que simplemente como falsa impresión, llegaba a creer que lo que yo contaba calaba más profundamente en quienes ocupaban los pupitres. Esa sensación, agradable, de sentirme uno más, como ellos, frente a la tarima, aunque manteniendo mi parlamento, interrumpido únicamente por alguna que otra pregunta cruzada entre ellos y yo o entre yo y ellos, era algo que crecía día a día.
Ahora, cuando hay veces que incluso me preocupa el exceso de confianza en mí mismo; cuando la experiencia de años de docencia me ha permitido controlar no solo mis nervios sino también el sudor de mis axilas, sigo paseándome arriba y abajo mientras cuento mis clases. Sigo disfrutando de mis parlamentos mientras recorro el aula y lanzo, de cuando en vez, mis preguntas a uno cualquiera de mis alumnos. Sigo pateando los pasillos al tiempo que espero la interrupción, bendita interrupción, de uno cualquiera de mis estudiantes, para plantear una cuestión fundada que surja del matrimonio formado por la duda y la atención a lo que cuento, mientras el resto aprovecha para un corto relajo. Ahora, sé que me veo en mi particular perípatoi, con mi túnica cruzada cual Teofrasto, mientras intento e incluso, a veces, consigo, la atención de los que, sentados en las bancos, dejan de copiar sus apuntes para interesarse por mis palabras. Y me gusta porque me hace sentir cumplidor de mi misión.
Ahora, mientras camino por el aula, he olvidado mis nervios, mi frente está seca, los estudiantes atienden a mi discurso y me siento a gusto.
Soy un peripatético y me gusta.