El sol de la mañana cae sobre cirios apagados que descienden. Sobre nazarenos que regresan a ese atrio que es su casa, para despedir su procesión mientras se prepara el Viernes Santo.
La madrugá termina con el alborear y los cofrades avanzan con ritmo cansino y triste, sabedores de que todo se acaba y es la calle, esta calle, la que, virgen de ceras dominicanas no gastadas, se reestrena la festiva mañana central de la Pasión para arropar a los que bajan, mientras el rítmico sonido de campanillas anuncia que siempre hay Esperanza a su paso. Verde esperanza.
¿Estrenarse? La calle ya lo hizo en la noche de Miércoles para abrirse a los cristos. A esas imágenes dolientes que apenas vienen de iniciar su camino, para alcanzar, allende la Plaza, una meta en forma de oración frente al convento de esas cofrades que ofrecen sus almas para procesionar junto a hachones de roja cera. Suave cuesta para un Yacente que se desliza por ella flotando inerte, etéreo, como dormido, mecido por el rítmico andar de amantes hermanos. Apenas un vaivén, un bamboleo sutil, al ritmo de melodías fabricadas por los instrumentos de una corte de músicos. Notas que se pegan a sus heridas como bálsamo sanador, pues llevan el amor que los músicos, que cada músico, pone en cada una de ellas. Y el Cristo que yace, el que duerme en la placidez de saberse resucitado, avanza quedo entre nubes de aromático incienso.
Se estrenará la calle en Oficio de Tinieblas, para dejarse pisar por pies benditos hasta la misma madrugada del día en que la Vigilia de la Pascua nos anuncie la alegría de su Resurrección. Pero será en el atardecer de Viernes cuando las gentes, aún recorriendo los últimos monumentos eucarísticos, detengan su camino al paso de cofrades y congregantes. Verdes capuchones y moradas túnicas acompañando al Jesús que se vió abandonado, voluntariamente abandonado para cumplir Su voluntad, con el cáliz de la pasión entre sus manos. Manos atadas por grilletes de oro. Manos redentoras de cautivos, de cristianos cautivos, de pecadores cautivos. Manos que se abren para darse al pueblo. A esos que al detener sus pasos, quedan cautivados por el mensaje nazareno.
Palacios y casonas de rancio abolengo abandonado al albur de los tiempos, se dejan acariciar por el humo de las velas, por las sombras de los cristos, por los aromas de la pasión, mientras los ecos de sus estancias son cambiados por las melodías nazarenas. Y se dejan querer.
Pero todos saben, la calle sabe, que el día es el Sábado. Madrugada de Sábado recién estrenado para que la Soledad de una Madre se vea acompañada por multitudes. Fieles y más fieles abarrotan los acerones de la calle para ver pasar, para dejarse ver por la Madre que se siente abandonada. Por la Mujer que llora la ausencia de un Hijo que muere. Por la Reina que luce el luto para manifestar su dolor. Dolor de madre. Dolor de mujer. Pero no está sola. Las gentes la siguen a su paso, haciendo camino junto a ella. Luminoso camino en el que los chorreones de la cera ardiente dejarán la memoria de que anduvo por ahí. Alumbrada y sola. Acompañada y triste, va la Madre en su Soledad. La calle lo sabe. Sus casonas lo saben. Los muros lo saben... y callan respetuosos con el cortejo mientras lo despiden para dejar que sea el silencio de otras calles, de otras plazas, el que recoja el testigo de su presencia.
2 comentarios:
Es curioso que en esta calle es en la que encuentro mayor comodidad a la hora de encontrarme y sentir a mi madre en mis hombros. La razón por la que salgo y el alivio con el que me quedo.
Es que la calle de San Pablo es acogedora. Sobre todo de subida. Y cuando la bajamos, de regreso a casa, es como si ya estuviésemos en el pasillo de casa. Cansados pero alegres.
Cordialmente,
Félix
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