¡Nunca confiaré en los tintes!
Lo único que consiguen es engañarme mientras los demás siguen viendo mi interior.


jueves, 31 de diciembre de 2009

31 de diciembre


Fiel a esa tradición que me embarca todos los años en este día, he acudido a rendir mi homenaje a don Miguel.
He sentido su hálito entremezclado con las gotas de lluvia.
He revivido aquellos momentos que sólo conozco por la lectura.
He intentado imaginar cómo sería con él presente.
He acompañado a cada una de las hojas de laurel de esa corona de lazo rojo, sin más color, para aposentar mi recuerdo a los pies de su figura.
Y ahora, cuando son las horas en que el tufo del brasero cumplía con el cruel destino, acabando con la vida del reo, acabando con la reclusión de su cuerpo y de su alma, en la penumbra de un cuarto silencioso, mi cana se entretiene en la lectura de un poemita mientras en mis oídos aún retumban las palabras del rector, de mi rector, poniéndole voz a cada uno de sus versos.
Pero yo, como él, quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo... aunque el duro bregar me deshaga.



domingo, 27 de diciembre de 2009

Inocentes


No es historia, pero la tradición le ha dado cuerpo y lo demás queda para la historia.
Nos cuenta Mateo en su Evangelio que Herodes el Grande, en un arranque soberbio, quiso proteger su corona frente al Rey de los judíos recién nacido. Herodes no podía saber con certeza contra quién actuar, a quién eliminar, por lo que pasando a cuchillo a todos los menores de dos años se aseguraba el éxito de su empresa. Y aun así, falló.
Cientos, miles quizá, de inocentes criaturas arrancadas de los brazos maternos. Cruel destino el de quienes no podían defenderse. Horror. Llanto. Lamento.
Se defiende el derecho de la mujer y lo entiendo. Se defiende el derecho de los animales y lo entiendo. Se defiende el derecho de los que optan por una sexualidad diferente y lo acepto. Se defiende el derecho de los artistas y lo acepto. Se defiende el derecho de los que no creen y lo acepto. Se defiende el derecho de... y lo acepto.
Cruel destino de de quienes, inocentes criaturas, no pueden defenderse, pues por nonatos carecen de derecho. Y no lo acepto.
Herodes, el necio, salvó su reinado pero no logró su objetivo. Porque quien venía a ser Rey de los judíos jamás mostró interés por ese reino. ¿Salvaremos nosotros nuestro reino? ¿Lograremos nuestro objetivo? O fracasaremos como Herodes y perderemos nuestro objetivo.
Lo único cierto es que no se trata de una broma.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Deseo


Desde la inocencia de quien nos va a nacer...

Con la ternura que se despierta en los corazones...

Cuando el camino sigue ofreciéndonos altibajos...

Pensando en todos a los que quiero porque los conozco...

Imaginando a los desconocidos a los que sé que puedo querer...

Porque la amistad dura más que unos días...

Porque el perdón es agradecido...

Sintiendo el infinito en una estrella...

Creyendo en la paz, que siempre es posible...

Con todo el cariño de esta Cana que un día se plantó en mi alma, deseo para todos cuantos pasáis por este diario, a los que tengo el orgullo de considerar amigos, una Feliz Navidad.

sábado, 12 de diciembre de 2009

El siguiente al primero

¡Otro año más!
Normalmente, uno no se da cuenta de que ha pasado el tiempo hasta que no llega una fecha significada. Pero no es mi caso, pues creo que no hay día en que no recuerde la fecha que hoy conmemoro.
Ha pasado ya un año desde que pasó el primero; desde que publiqué mi primer recuerdo para, vuelvo a decirlo, el mejor de los amigos que llegué a tener. Porque me dejó ser su amigo y yo aproveché su generosidad.

Hace ya dos años que me dejó (no sé si decir nos dejó) Luis Santos de Dios y aunque su memoria siga viva en mi recuerdo cada día, siento como si fuese una eternidad la que ha pasado. La que he pasado sin su compañía. Y me siento mal. Hay algo que me atenaza por dentro y que, aunque mi cana esté ligada (seguro que de por vida) a su bitácora, hace que la desilusión se apodere de este interior. Porque creo que le he fallado. No, no lo creo: ¡estoy seguro! Sé que he dejado de cumplir esa obligación que adquirí el mismo día de su desaparición. Un compromiso laxo pero compromiso al fin, a pesar de saber que no podría ser capaz. Fueron mis palabras: "me veo en la obligación de, al menos como agradecimiento, rendido homenaje, mantener el espíritu. Aunque sé que no voy a ser capaz. Pero voy a intentarlo y, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, recordaré a mi hospedero y comentaré algo de su Pasión. Pasión compartida pero que no es la mía, pues hace tiempo que perdí esa ilusión. Muchos lo saben. Pero, en su memoria, ya digo, intentaré, aunque esporádicamente, sostener firme ese estandarte." Y ahora, cuando el recuerdo es más nítido, veo que he renunciado a mis palabras. Que desde hace un tiempo y, lo que es peor, de forma voluntaria, me negué a defender el ideal dejándome ir por otros derroteros, menos atractivos seguramente para quienes me visitan pero mucho más cómodos para el devenir de este diario. He olvidado mis propias palabras para que mis propias aguas siguieran un cauce tranquilo y remansado, de estuario, sin remolinos que pudieran engullir a aquéllas y, con ello, atrapar a quien se quiso hacer estandarte de las mismas.
Veo que no soy el único que mantiene viva su memoria. Que su bitácora sigue abierta para que algunos despistados se pasen por ella de vez en cuando y así, al menos, compartir su sentir por unos momentos. Reconozco que yo lo hago a menudo y que, en más ocasiones de las que pudiera parecer, la nostalgia por sus palabras me sirve para mantener ese recuerdo que él siempre quiso.
Son más, muchas más, las canas que ahora acompañan a aquella que descubrí en mi alma hace ya casi dos años. Son más, muchos más, los avatares que han provocado su aparición. Son más, muchos más, los días en que, sabiendo de mi compromiso, me arrepiento de haberme vuelto atrás cobardemente. Tan atrás que casi no veo el futuro en el que anduve, prefiriendo pisar románicos a patear romanos, sorber el plateresco a soplar la plata, admirar cruceros a ver cruces. Pero el hachón sigue encendido, aunque sólo él lo vea y lo sepa. 
Porque siento que le echo de menos, con mi recuerdo, el mejor dadas las circunstancias: ¡Va por ti, Luis Santos!


P.S.
No me resisto, en esta señalada fecha, a recordar a Luis como se merece. Por eso y haciendo mezcla de lo suyo (la Semana Santa) y lo mío (las antigüedades de Salamanca), traigo aquí este documento (al que llegué desde las palabras de don Manuel Villar y Macías en su "Historia de Salamanca"), extraído de la obra "El Colegio Mayor del Arzobispo Fonseca en Salamanca" de la que es autor Manuel Sendín Calabuig. Trata éste de cómo tenía este Colegio, el del Arzobispo, de Fonseca o de Nobles Irlandeses, el privilegio de que las procesiones de Semana Santa, Pascua de Resurrección y de la Santa Cruz de mayo, se acercaran hasta sus muros y de cómo se organizaba toda la parafernalia colegial en los actos de los diferentes días.
Todas las procesiones entraban en la capilla del colegio y pasaban por delante de los bancos de terciopelo en los que estaba sentada la comunidad colegial. Incluso las que no podían entrar a la capilla, subían al atrio por un lado de sus escaleras y bajaban por el otro, a la vista de todo el Colegio. Allí, dentro o fuera, se practicaban ceremoniales semejantes a los celebrados en las audiencias del reino.
Así, descubro que no sólo fue mi querida rana de la fachada  principal de la Universidad salmantina la que tuvo el privilegio de ver el paso de las procesiones penitenciales desde la primera fila, sino que también Santiago Matamoros, desde su medallón de la fachada del Colegio, fue espectador de lujo del paso de cruces, hachas y nazarenos. Es éste un dato que desconocía (como muchísimos otros en la historia de esta ciudad que me atrapa) y que dejo aquí para memoria de quien vivió por y para la Semana Santa.





lunes, 7 de diciembre de 2009

De conceptione Beatae Virginis Mariae

Creo que no es la primera vez que lo digo, aunque últimamente tengo el yo tan disperso que acabo por no saber si he dicho, he escuchado o he leído las cosas que se me vienen a esta cana. La edad no perdona y se evidencia, aparte de por los apretones prostáticos cada día más persistentes, en la pérdida de una capacidad neuronal evidente en mi evidentemente menguado cerebro.
¡Pues eso! Que hoy recuerdo que mañana celebramos la festividad de la Concepción Inmaculada de la Virgen María (de la que desconozco su alternativa en los calendarios paganos, aunque siempre se puede poner un roto para el descosido).
Es una fiesta religiosa, está claro, aunque, por ahora, sea asumida por el estado sin aspavientos. Es una fiesta en la que, obviando este aspecto rotundamente cristiano, la tradición viene de antiguo. De muy antiguo, diría yo, aunque no es cuestión de embrearse en erudiciones en un día en el que lo único que pretendo es dar descanso al cuerpo y, de paso, a la cana de mi alma, arrumbando mis huesos en el hoyo del sofá y dejando volar la vista sobre cualquier cosa impresa que pueda retener su atención. Hojear, ojear y dejar que se asienten las palabras para ser olvidadas sin remisión.

Aun así, quisiera justificar y justificarme. Justificar una tradición que en España viene de largo, como digo. Tanto como que mucho antes ya de que Pío IX proclamase el dogma (que fue en 1849), esta Salamanca que me absorbe juró defenderlo, incluso con la sangre de los que la habitaban. Y no sólo serían aquellos doctores del Alma Mater, magistralmente plasmados por Cacciániga en el lienzo que preside la capilla de la Universidad, los que adquirían este compromiso jurado de enseñar y defender esta doctrina desde el mismo momento en que recibían su grado, sino que el propio ayuntamiento salmantino, en nombre y representación de sus administrados, se comprometería por aquellos mismos tiempos en la firme defensa de la Concepción Inmaculada de María, ¡que no iban a ser ellos menos que los doctores!
No soy consciente de haber realizado dicho juramento en mi investidura como doctor pero, aunque sólo fuera por tradición, lo asumo como si yo fuese uno de aquellos primeros que lo hicieran en 1618.
Tampoco es momento ahora de recordar las luchas, enconadas las más de las veces, entre Predicadores y Franciscanos o Agustinos, en las que el argumento del dogma servía, posiblemente, para enmascarar otras más humanas rencillas. No es momento, insisto, para recordar datos que acumulan polvo secular en los libros de viejos estantes mientras la vida se dedica a cuestiones más llanas. Pero sí es momento de justificarme, autojustificarme o, quizá mejor, asentar mis recuerdos más íntimos mientras dejo que afloren. Porque, aparte de su tradición festiva y de su importancia cristiana, esta fecha supone mucho más para este alma que me guía. Porque fue un día como éste cuando mi vida dio uno de sus últimos vuelcos, se ató para los restos y sigue fiel esperando la vejez en la mejor de las compañías. Por eso, sólo por eso... ¿¡¡Cómo no había de ser fiesta!!?

martes, 1 de diciembre de 2009

Todos culpables

Hoy me siento culpable. Mejor dicho: Soy culpable, mientras no se demuestre lo contrario. Eso es lo que se me supone como parte integrante de esta sociedad que nos vive. Y mi cana se revuelve, porque siempre se sintió "russoniana", creyendo a pies juntillas en la bondad natural de los hombres. Pero, ¿por qué había de tener razón el filósofo galo?
Es mucho más sencillo acusar que defender y, además de actuar "sobre seguro", algunas conciencias sienten un relajo agradecido cuando existe un chivo en el que expiar sus culpas. Por eso, nos parece normal que primero se dispare y después se pregunte. Nos parece correcto, incluso conveniente, transformar en terroristas a todos los árabes, en agresivo ladrón a cualquiera que haya nacido al este de la riqueza o en maltratador de género a cualquier hombre por el simple hecho de que sus genitales sean externos.
Tengo conocidos musulmanes y rumanos que, aun siendo personas que rayan la excelencia, se sienten corridos al ser centro de miradas acusadoras de algo que no sólo nunca cometieron, sino que jamás existió; y doy por supuesto que la inmensa mayoría de los hombres no necesitan de la agresión para manifestar no se sabe qué a los demás, siendo plenamente capaces de vivir entre semejantes para formar sociedad.
Pero los hombres de bien (categoría que nos arrogamos sin saberse bien si tenemos categoría para ello), fieles vigías tras las cortinas de cualquier ventana al acecho de lo que hagan los demás, cumplimos con nuestro deber cuando acusamos a los culpables. Ciertos o falsos culpables, que eso es lo de menos. A todos esos Diegos que no sospechan siquiera lo que se les viene encima, cuando salimos en tropel acusador y, amparados en la masa iracunda, calumniamos y lapidamos verbalmente a quien ya se da sin más remedio por asesino confeso y, lo que es más, sin derecho a defensa. Salimos a las calles a proclamar su culpabilidad al tiempo que escondemos la nuestra. Y el enrojecimiento de los ojos, provocado por la congestión sanguínea de quien se cree en el derecho de acusar, nubla todos los sentidos haciéndonos insensibles a las palabras de Diego, que no son sino disculpas engañosas del que se ve acorralado. Y los comunicadores alientan la ira vecinal al tiempo que engordan sus cuentas de resultados. Todo vale para alcanzar más nivel que los demás.

Y Diego permanecerá para siempre en nuestros recuerdos como esa alimaña asesina que fue capaz de maltratar, violar y acabar con la vida de la pequeña Aitana a sus tres añitos. Porque ya ha sido juzgado y, como prueba palpable de su culpabilidad, guardaremos el recorte de la fotografía que vimos en los diarios (la fiera esposada, con barba de tres días y semblante sombríamente sospechoso). Quedará estigmatizado por la duda para el resto de sus días, porque el que tuvo retuvo y si ya fue sospechoso y acusado (lo de que sea inocente desde el principio es lo de menos), ¿por qué no va a repetir? ¡Asesino!
Ahora, cuando Diego está hundido y posiblemente sin recuperación, las manos que lanzaban esas piedras acusadoras permanecen ocultas en lo más hondo de nuestros bolsillos y una falsa mirada de tierna inocencia, de excusa imposible, se asienta en nuestros ojos culpables en los que ahora brillan lágrimas de cocodrilo en lugar de las rojeces de la ira. Porque somos como míseras avestruces incapaces de enfrentarse a sus propios miedos.
Y mientras, la pequeña Aitana, con la que estoy seguro que Diego jugaba como si de su propia hija se tratase, yace a la espera de un entierro al que Diego no podrá asistir. Porque le hemos sacado del calabozo para ingresarlo en la cárcel del alma. ¡Pobre Aitana! ¡Pobre Diego!
Y yo, creyente fiel en Emilio, me siento culpable porque sin acusar no he defendido. Y tiemblo, porque sé que yo también puedo pasar por ese calvario. Porque nadie está libre de sospecha.