Hoy me siento culpable. Mejor dicho: Soy culpable, mientras no se demuestre lo contrario. Eso es lo que se me supone como parte integrante de esta sociedad que nos vive. Y mi cana se revuelve, porque siempre se sintió "russoniana", creyendo a pies juntillas en la bondad natural de los hombres. Pero, ¿por qué había de tener razón el filósofo galo?
Es mucho más sencillo acusar que defender y, además de actuar "sobre seguro", algunas conciencias sienten un relajo agradecido cuando existe un chivo en el que expiar sus culpas. Por eso, nos parece normal que primero se dispare y después se pregunte. Nos parece correcto, incluso conveniente, transformar en terroristas a todos los árabes, en agresivo ladrón a cualquiera que haya nacido al este de la riqueza o en maltratador de género a cualquier hombre por el simple hecho de que sus genitales sean externos.
Tengo conocidos musulmanes y rumanos que, aun siendo personas que rayan la excelencia, se sienten corridos al ser centro de miradas acusadoras de algo que no sólo nunca cometieron, sino que jamás existió; y doy por supuesto que la inmensa mayoría de los hombres no necesitan de la agresión para manifestar no se sabe qué a los demás, siendo plenamente capaces de vivir entre semejantes para formar sociedad.
Pero los hombres de bien (categoría que nos arrogamos sin saberse bien si tenemos categoría para ello), fieles vigías tras las cortinas de cualquier ventana al acecho de lo que hagan los demás, cumplimos con nuestro deber cuando acusamos a los culpables. Ciertos o falsos culpables, que eso es lo de menos. A todos esos Diegos que no sospechan siquiera lo que se les viene encima, cuando salimos en tropel acusador y, amparados en la masa iracunda, calumniamos y lapidamos verbalmente a quien ya se da sin más remedio por asesino confeso y, lo que es más, sin derecho a defensa. Salimos a las calles a proclamar su culpabilidad al tiempo que escondemos la nuestra. Y el enrojecimiento de los ojos, provocado por la congestión sanguínea de quien se cree en el derecho de acusar, nubla todos los sentidos haciéndonos insensibles a las palabras de Diego, que no son sino disculpas engañosas del que se ve acorralado. Y los comunicadores alientan la ira vecinal al tiempo que engordan sus cuentas de resultados. Todo vale para alcanzar más nivel que los demás.
Y Diego permanecerá para siempre en nuestros recuerdos como esa alimaña asesina que fue capaz de maltratar, violar y acabar con la vida de la pequeña Aitana a sus tres añitos. Porque ya ha sido juzgado y, como prueba palpable de su culpabilidad, guardaremos el recorte de la fotografía que vimos en los diarios (la fiera esposada, con barba de tres días y semblante sombríamente sospechoso). Quedará estigmatizado por la duda para el resto de sus días, porque el que tuvo retuvo y si ya fue sospechoso y acusado (lo de que sea inocente desde el principio es lo de menos), ¿por qué no va a repetir? ¡Asesino!
Ahora, cuando Diego está hundido y posiblemente sin recuperación, las manos que lanzaban esas piedras acusadoras permanecen ocultas en lo más hondo de nuestros bolsillos y una falsa mirada de tierna inocencia, de excusa imposible, se asienta en nuestros ojos culpables en los que ahora brillan lágrimas de cocodrilo en lugar de las rojeces de la ira. Porque somos como míseras avestruces incapaces de enfrentarse a sus propios miedos.
Y mientras, la pequeña Aitana, con la que estoy seguro que Diego jugaba como si de su propia hija se tratase, yace a la espera de un entierro al que Diego no podrá asistir. Porque le hemos sacado del calabozo para ingresarlo en la cárcel del alma. ¡Pobre Aitana! ¡Pobre Diego!
Y yo, creyente fiel en Emilio, me siento culpable porque sin acusar no he defendido. Y tiemblo, porque sé que yo también puedo pasar por ese calvario. Porque nadie está libre de sospecha.