Salmantina por antonomasia, nunca será una calle porque jamás dejó de ser la Rúa. Eje vertebrador de la vida de la ciudad en la que comerciantes y artesanos poblaron y aún pueblan sus portales para ofrecer a propios y visitantes lo mejor de sus industrias.
Rúa de San Martín que hilvana en sus losas norte con sur. Rúa de Francos que todos recorren de San Martín a Anaya. De Anaya a San Martín. Imágenes de Pasión que, recorriendola en su sobriedad, se dejan reflejar en vidrios que ocultan artesanas mercancías en la oscuridad de la noche. Sencilla en sus muros, sólo deja divisar la monumentalidad ciudadana en sus horizontes. Torres y espadañas custodiando sus extremos. Torres catedralicias que amparan a los nazarenos incluso en la distancia. Espadañas que reciben a las imágenes sagradas mientras un unicornio, fantástico emblema, se gira sobre su herrumbroso gozne para orar junto a los cansados nazarenos.
Rúa Mayor de fisonomía cambiante. Adaptándose con sencillez al paso de los años para poder tomar el pulso diario a la ciudad sin que esta apenas lo note. Aún están frescos en la memoria aquellos vehículos que los estudiantes sorteábamos en nuestro camino hacia la Universidad. Porque era eso. Camino y Universidad. Sólo eso. Pues en nuestra imberbe inocencia, desconocíamos qué cosa podía ser un campus. ¡Maldito campus del destierro! O, quizá, todo este casco viejo, de mesones y callejas que vivían al amparo de esta Rúa, fuera el verdadero campus en el que vivíamos, de forma casi permanente, modernos capigorrones dedicados a pasear apuntes y carpetas por entre sus muros hasta Anaya o La Merced. Letras y ciencias en oposición perpetua, separadas por la secante de Libreros. Pasión diaria ajena a los tiempos de la Pasión.
Rúa Mayor que cada Semana Santa se transforma en la carrera oficial de una Semana Santa no oficial. En la que se respiran los aromas del pasional incienso entremezclados con los más vulgares olores de fritura y hamburguesa. En la que los fogonazos de quienes insisten en capturar los momentos, bellos momentos de imágenes escoltadas por conchas, torres jesuíticas o relojes catedralicios, deslumbran a santos y sayones, lanzando sobre el paciente público las doloridas sombras de la Pasión. En la que las soleadas mañanas de Domingo de Ramos son más luminosas cuando es recorrida por Jesús a lomos de una borrica, arropado por los más tiernos nazarenos. Nazarenitos que baten doradas palmas en infantil asincronía mientras vuelven sus rostros en busca de un dulce con el que engañar al cansancio. En la que niños y ancianos, en larga tarde de Viernes, tras haberse santiguado cuando el que fue descendido en la mañana se sitúa junto a ellos en sepulcral silencio, admiran absortos la belleza de una Madre que, aun pudorosa, muestra el corazón transido por el dolor de siete dolores. En la que siempre habrá una lagrima anónima surcando una mejilla mientras la Soledad mejor acompañada se despide para recogerse entre los protectores muros catedralicios.
Nazarena de su tiempo, actual en su antigûedad, se transforma cada año para que los cofrades la recorran como si la estrenaran en cada procesión. Tradición.
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