La verdad es que es una suerte, al menos para mí, no sentir la necesidad de acercarme cada mañana a saludar a las finas arenas que separan mar de tierra adentro. Prefiero pasearlas en las atardecidas, cuando se han retirado pobladores interinos y queda toda su anchura para disfrute de ojos deseosos de espacios infinitos. Así, salvando la obligación de tener que rendir culto a sombras y sombrillas, prefiero callejear, fundirme al recio sol entre encaladas paredes y pasear sin rumbo. Observar lo que se me viene y girarme para ver las espaldas de lo que se me va. Sentir calor y escuchar voces, mezclarme como si fuera uno de ellos aunque siempre con la sensación de ser mirado de reojo, de saberme extranjero. Sensación errónea aunque no pueda quitármela de encima.
Blancas calles de blancas casas al sol de un agosto que no hace sino comenzar cada mañana. Y placitas encantadoras, refrescantes islas cubiertas de sombras para descanso del que pasa. Gentes empleadas en su propio afán, sin mirar a su alrededor, haciendo que calles y casas sigan siendo blancas eternamente.
Gentes que van y vienen, parándose a cada paso para saludar a quienes, como ellos, van y vienen. Mañana de mercado. Y miro a la vendedora de higos, recién cortados de cualquier chumbera, afanándose en pelarlos para deleite de paisanos y echándose unas parrafadas con el abuelo cuando la clientela se ausenta en busca de otras ofertas.
¡Huevos y miel! ¡Huevos gordos a uno ochenta! vocea la anciana mujer intentando convencer a quienes pasan de que lo suyo es de lo mejor, frescos y gordos. Sobre todo gordos. Su voz suena cansada y nadie para a escucharla.
O camarones. Los más frescos y saltarines camarones recién sacados de entre las finas arenas de la desembocadura, o de la bahía que eso da igual, pero camarones al fin y al cabo, removidos para mostrar su viveza y dejados descansar al tiempo que la mujer, cansada de una noche de poco sueño y calores permanentes, deja vencer su cabeza hacia el pecho, cierra los ojos y olvida por un instante que está vendiendo camarones para irse tan lejos como el momento le deje mientras un niño mira.
Caracoles, frutas, verduras, pan y bollos, cestos y esteras, bragas y cremas,... todo se vende a las puertas del mercado. Un viejo mercado como los que uno imagina que son en estas tierras. Decadente pero cumpliendo su servicio. Público pidiendo producto, vendedores voceando precios, turistas de ojos asombrados y yo, atento a todo, queriendo, sin poder, engullirlo todo con mi cámara.
Mezcla de olores infinitos y colores exhuberantes. Gentes que van y vienen. ¡Choco, choco! ¡Choco fresco recién cortado! ¡A la fina gamba! ¡Coquinas, coquinas! Y las gentes van y vienen sin saber que estoy mirando. La mujer asienta su carro y el frutero mira a la cámara. ¡Me veo sorprendido!
Así, gasto la mañana dejando pasar las horas como si fueran minutos.
Y siempre, permanente entre las gentes, el mendigo. Hombre educado que ofrece pañuelos por una voluntad. Se me viene: -¿Una moneda para comer algo?-
Rebusco en el bolsillo y saco un par de monedas. De repente, sin más, el hombre mira mi cámara y exclama: -¡Una D70! Yo tenía una D60 pero hace unos días tres hombres me dieron una paliza y me la quitaron. Hacía fotos a la gente y me ganaba la vida. Bueno, adiós.-
-¡Adiós!-, le digo mientras me da la espalda para seguir con su tarea.
De repente se gira, vuelve a mirar la cámara y me pregunta: -¿De cuántos megapíxeles es?-
-De seis-, le digo, y veo una mueca de decepción en su rostro.
-¡¿Cómo?! ¡Si la mía tenía ocho y era una D60!-
-Es que esta es ya vieja, pero hace buenas fotos- le dije, no sé si como explicación o como disculpa, mientras él me daba la espalda poco convencido.
2 comentarios:
Oleeeeeeeeee, mira que es como si estuviera yo ahí eh!!
Gracias por compartir tus vacaciones...
Ya me encargo yo de tomarme las cruzcampos por vosotros. Por lo menos hasta el domingo ¿eh?
Cordialmente,
Félix
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