¡Nunca confiaré en los tintes!
Lo único que consiguen es engañarme mientras los demás siguen viendo mi interior.


domingo, 8 de agosto de 2010

La Cana al Sur: Una tarde en las carreras

En vacaciones siempre amanece tarde. No importa lo que haya ocurrido el día anterior para que las sábanas se peguen al cuerpo, con la humedad salada propia del ambiente, impidiendo que nos separemos de ellas antes de que el sol haya conquistado el día y la mañana esté luminosamente avanzada. Seguro por eso, agradezco que las actividades de todo tipo sean vespertinas y dejen que me despeje durante la ya corta mañana sin más actividad que perder el rumbo por calles y callejas.

Y paseando, cargando con el sudor que ni el aire es capaz de arrebatarme, miro, escucho y huelo. Sí, huelo. Porque las calles de Sanlúcar huelen con identidad propia. Pero no esas calles del centro, plagadas de bares y terrazas en las que el ambiente está cargado permanentemente de aromas a fritura y lociones aftersun de paseantes. No. Son aquellas otras en las que rara vez me he cruzado con una cámara ni con cualquiera capaz de portarla. Son calles de bajas casas blancas, luminosas y limpias, en las que huele a ropas recién tendidas, a lejías sanadoras de cualquier mal de suciedad, a gitanillas recién regadas y a puchero. Sanlúcar, sobre todo, huele a puchero. Mezcolanza de aromas a garbanzo con rabo, alubias con oreja o berzas para compañía de cualquier otra cosa. Sorprende cómo en este lugar de costa, estoy seguro, los únicos que nos metemos cazones, acedías, chocos y frituras varias para pasar el día somos los que vemos esto como natural, con los ojos de quien sólo pasará unos días. Pero los sanluqueños, hartos ya de tanto tapeo, prefieren sentarse alrededor de la mesa y, tras una refrescante ensalada, meterse entre pecho y espalda la contundencia de una buena olla con las mejores excelencias de la tierra y de más allá.

Y así, oliendo los laureles y refritos que se prenden a las rejas de cada una de las ventanas por las que paso, se me van estas mañanas que para otros son de arena y playa.

Las tardes, tras obligada lectura que sana mente y recupera alma, más paseo, pero éste ya sólo dentro de lo acotado para habitantes de hoteles y apartamentos, mezcla de gustos y acentos en pieles enrojecidas por los soles de la mañana. Cada día igual en su diferencia. Cada tarde por las mismas calles y con las mismas gentes.
  
Pero hoy, sábado esperado, las cosas cambian. Llegan las famosas carreras de caballos de Sanlúcar. Ciento sesenta y cinco años haciendo correr a los purasangres por las compactadas arenas de una playa en bajamar. Y nosotros, como uno más, hemos querido participar del espectáculo y las hemos disfrutado desde su inicio hasta el final. Hoy, la siesta se ha acortado en favor de algo completamente nuevo para nosotros.

Ya en la playa, público expectante y niños, muchos niños, activos participantes de la fiesta. Porque los niños sanluqueños son parte activa del espectáculo, con su casetitas de apuestas repartidas por toda la playa para que otros niños jueguen a sentirse adultos, inviertan sus céntimos y observen el paso de los caballos con la atención que les requiere la posibilidad de multiplicar su capital.

        

-Cinco céntimos al tres- dice una pequeña de no más de seis años asomándose a la ventanilla de una caja de cartón reconvertida primorosamente en oficina de apuestas. Y del otro lado, otro chaval de casi su misma edad, rellena un boleto con los rasgos temblorosos de las primeras letras, como compromiso de pago en caso de acierto. Y los mayores miramos curiosos la actividad infantil.


Las arenas, como en sábado que es, están repletas de sombrillas, mesas y butacas. Familias enteras que se asomarán a la carrera como disculpa para disfrutar de una merienda digna de reyes. Olores a ajo de empanados y cebollas de tortillas. Nosotros, entre ellos, sin butaca ni tortilla, recorremos la playa en busca de la mejor ubicación. Nadie protesta. Nadie reclama la posesión de un lugar reservado con los vapores de una siesta de rechisol. Ellos saben que esto es lo que hemos venido a buscar y nos dejan. Y nosotros, habitantes de hotel y apartamento, nos mezclamos entre ellos como una parte más del decorado playero.

¡Atentos! ¡Que vienen! ¡Que vienen! ¡¡¡¡Ya están aquí!!!!....  ¡Se acabó!



Los briosos corceles pasan como una exhalación por delante de nuestras narices y, sin apenas tiempo de inmortalizarlos con la cámara, en menos tiempo de lo que se dice un ¡ay!, sólo somos capaces de ver cómo unas ancas poderosas se alejan en lontananza. ¡Se acabó la primera carrera!

Y así las demás. Pero queda el regusto de haber pasado la tarde entre los que se sienten como tú. De haber participado como elemento espectador. De poder decir yo estuve en las carreras de Sanlúcar.
Ya no huele a tortilla. Ahora todos nos recogemos y buscamos otros lugares con otros olores. Volvemos al carril del turista, al reconocible olor de frituras y otros cocimientos.

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