Tradicionalmente, los españoles nos hemos caracterizado por un palurdo chovinismo lingüístico merced al cual jamás hemos tenido la sensación de necesitar conocer otras lenguas y mucho menos de practicarlas. Seguramente por el aislamiento al que nos hemos visto sometidos en distintos periodos históricos, unido a la supremacía que las Españas ejercieron sobre el orbe, imponiendo sus leyes, religión y lengua, han sido muchas las épocas en las que con el español, antes llamado castellano, se podía recorrer el mundo sin más necesidad. Pero ese mundo, que generalmente se nos quedaba más pequeño de lo que nuestros antepasados presumían, se escapó de nuestras manos hace ya mucho tiempo. Desde el hundimiento del Maine y el posterior conflicto con los Estados Unidos, tras el cual todos regresaron cantando, o quizá desde mucho antes, aunque no quisiera remontarme al desastre de la Armada Invencible, otros idiomas relevaron al castellano en importancia. Francés, inglés y alemán, en distinta medida y por diferentes motivos, fueron relegando a un plano cada vez más irrelevante al castellano en las conversaciones y escritos internacionales.
España, imagino que a la vista de los acontecimientos, hubo de dar su brazo a torcer y, seguramente muy a pesar de los gobernantes del momento, implantar en sus planes académicos el estudio de un segundo idioma. Éste fue, en un principio, el francés, más fino y diplomático, dejando el basto lenguaje propio de los bucaneros de la pérfida Albión para quienes quisieran o pudieran ampliar sus conocimientos de forma no reglada. Esto fue lo que mi generación, muchas de las anteriores y alguna posterior, conocieron mientras cursábamos el bachillerato e incluso la primaria (EGB la llamaron). Pero el peso del idioma que los norteamericanos (casi todos) heredaron de los piratas y corsarios o de estrictos inmigrantes que fueron a ocupar aquellas tierras allende la mar océana, era tan grande que dejó como algo anecdótico el estudio del refinado idioma galo. El inglés pasó a ser obligatorio como segunda lengua para todos los estudiantes españoles (o casi todos). Y esto desde la más tierna infancia. Por eso, como siempre he confiado en el sistema, yo pensaba que el nivel en el conocimiento del idioma inglés había ido en progresivo aumento entre la población joven. Iluso de mí.
En los últimos tiempos, cada vez más dilatados pues no en vano soy cada día más viejo, consciente de que el conocimiento del idioma inglés es casi imprescindible para quienes se forman en las aulas universitarias españolas, realizo la propuesta, casi voluntaria, a mis alumnos de practicar la lectura de diferentes trabajos científicos, generalmente sencillos, publicados en esa lengua. Algo que nunca me pareció pudiese representar dificultad para quienes no sólo han cursado estudios en dicho idioma desde sus principios escolares, sino que se pasan el día solicitándome la elaboración de escritos con los que justificar sus ausencias a la Escuela Oficial de Idiomas, en la que se oficializa el conocimiento en las diferentes lenguas.
Pues bien. Al final, siempre acabo comprobando que la dificultad, única, diría yo, que encuentran estos jóvenes, nunca está en el contenido de los textos que les propongo, generalmente sencillos, sino en el desconocimiento del idioma en que se hallan escritos. ¡No saben inglés! Nada digo de otras lenguas, como francés, alemán o hasta checo, que se quedan en su inopia más profunda. Y, cuando esto ocurre, cuando se quejan de lo arduo de la tarea, suele venirme a la memoria, a esta memoria que cada día anda más pendiente del pasado que del presente, un pequeño poema de Nicolás Fernández de Moratín, quien fuera padre del más conocido Leandro. Y me viene porque, mientras pienso en que el conocimiento de algún idioma ajeno al materno es algo que muchos de nuestros estudiantes, universitarios ellos, debieran fomentar con más ahínco, sé que por ahí fuera, por donde siempre ataron a los perros con longanizas, hasta los más pequeños dominan, con admiración por mi parte, dos o más lenguas extranjeras. Dice el epigrama, de nombre "Saber sin Estudiar":
Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
¡Arte diabólica es!,
dijo, torciendo el mostacho,
que para hablar en gabacho
un fidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal;
¡y aquí lo parla un muchacho!
¿Será que debíamos haber nacido en Francia? ¡No! Directamente debiéramos ser hijos de la Gran Bretaña.
6 comentarios:
Félix, será que les has firmado demasiados justificantes y en la EOI ya se han olvidado de su cara... y de delator acento ;-)
Otra laguna más del sistema educativo, en la que muchos nos ahogamos. Estudiar para saber nadar. Será que eso se le da mejor a los corsarios y a los hijos de la Gran Bretaña.
No sé, Lucano, si la laguna es, en este caso, del sistema educativo o de la falta de aprovechamiento de los escolares españoles. En cualquier caso, lo que sí es cierto es que los idiomas nunca tuvieron la importancia que merecían, quedando a la altura de la gimnasia, las manualidades o la religión. Y ninguna de ellas debería tener esta consideración.
Cordialmente,
Félix
Me ha encantado la entrada y mas aún el poema. Muy acertado todo.
B
Gracias, Beatriz. Quisiera, y así lo deseo, que este acierto sea equivocación en un futuro cercano.
Cordialmente,
Félix
¡¡¡ Maestroooooooooooo!!!
Que pasa que no escribes. Joe, venga, va.
Vale, va, Jose.
No pensaba que alguien echase de menos mis palabras. Y si se trata de un amigo, haré el esfuerzo.
La verdad es que, aunque hay varias ideas rondando, no acabo de decidirme.
En cuanto tenga un rato me pierdo por aquí. Gracias, Jose.
Cordialmente,
Félix
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