
Él siempre se consideró un hombre de ideas. Un hombre cargado de ideas, con una mente repleta de ideas. Y, por ello, desde siempre quiso compartirlas con el resto lanzándolas a los cuatro vientos a pesar de lo desconocido. Cada día amanecía con un bullicio interior que le obligaba a liberar todo lo que su cerebro había fabricado durante la noche para poder, siquiera, atenuar esa presión que sentía cómo le golpeaba intensamente las sienes nada más abrir los ojos. Todos sus sueños tenían que cobrar vida, en el papel, para poder dejar espacio a los que vendrían inexorablemente cada una de las noches del resto de sus días. Frases, palabras, imágenes, sonidos… Todo salía en estruendosa explosión a través de sus dedos y manchaba continuamente cientos de cuartillas que el tiempo, de forma casi inmediata, se encargaba de desparramar por todos los rincones visitados por Samuel. En cada lugar, en cada momento, siempre había una idea que quedaría como huella, seguramente deleble aunque él lo desconociera, de su paso por ese lugar y en ese momento. No había superficie a respetar. Paredes y muros, puertas de retretes, papeles de estraza con restos de haber rodeado algo que se compró, vagones de mercancías, folios y espacios electrónicos… todo servía para su propósito de darse a conocer, de dejar sus palabras a disposición de quienes quisieran recogerlas.
Así, poco a poco pero tumultuosamente, Samuel fue agotándose en sus sueños. Y cuando quiso darse cuenta, su mente se había agostado. Se quedó sin nada que decir. Dejó de regalar sus palabras a quienes ya se habían acostumbrado a recogerlas de forma inconscientemente habitual. Se buscó por dentro y vió que ya no le quedaba nada. Lo había dado todo y estaba hueco en su interior. No pudo encontrar la forma de recuperarlo. Todo estaba perdido. Regalado. Y quiso llorar, pero no recordaba cómo, pues también eso lo dejó en una servilleta de papel junto a un recuerdo.
Vacio, salió en busca de ayuda, pero sólo encontró muros pintados con frases, para él inconexas, cuyo significado conocía pero no recordaba.
Nunca más se volvió a ver un garabato en la pared del aseo en el que Samuel dejó su alma.
Nadie recordó a Samuel, a quien ya sólo acompañaba ese cartón de vino en el que nunca dejó impronta escrita. Ganó barba y perdió peso. Se cubrió de mugre y harapos que encontró junto a un carrito de supermercado en cuya barra alguna vez hubo algo escrito. Cruzó el camino y se perdió sin recordar lo que andaba buscando.
Nunca más nadie volvió a ver a Samuel.
4 comentarios:
Sólo 4 reflexiones:
La falta de ideas es en sí misma una idea.
A partir de un punto infinitamente pequeño e infinitamente denso estamos todos aquí.
Cuando se quiere encontrar no hay posibilidad de perdida, pero cuesta mucho sacrificio.
El parir siempre conlleva dolor.
B
Gracias, Beatriz. Intentaré hacer máxima de tus cuatro reflexiones, aunque lo de parir nunca me dolerá como a una hembra.
Cordialmente,
Félix
Cuando leo tus entradas, me quedo entusiasmado. Reflexiones, improntas que dicen mucho en tan poco. Gracias.
Ojala Dios hubiera muchos Samueles. Caminaríamos mucho mejor.
Uuufff!!! Gracias, Jose. No sé si esto sería bueno. El "Samuel" protagonista de mi historia, ídolo de mi más tierna infancia, murió borracho y congelado en un portal en una fría noche de invierno.
Cordialmente,
Félix
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