¡Nunca confiaré en los tintes!
Lo único que consiguen es engañarme mientras los demás siguen viendo mi interior.


sábado, 5 de marzo de 2011

Carnaval

Disfrazar el cuerpo para desnudar el alma. A eso nos atrevemos cuando la cuaresma está llamando ya a nuestra puerta.
Cambiamos de sexo o de forma por unos momentos y disfrutamos puerilmente como si estuviésemos solos entre todos los demás. Porque cuando nos ponemos detrás de una máscara sacamos nuestro interior como si, cual avestruces, creyésemos que nadie nos ve, aunque estemos expuestos a la vista de todos. O, quizá precisamente, para exponernos sin pudor a quienes nos miren, exhibiéndonos orgullosos y sin recato. Y cantamos nuestras miserias y las que les suponemos a los otros, aliviando los pesares que nos atan durante el año.

Ahora, en Cádiz, en mi Cái, coros y cuartetos, comparsas y chirigotas, toman las calles al asalto para sacar lo más escondido de cada uno de ellos aunque para ello hayan tenido que trabajar durante todo el último año. Hacen chanza de lo que en otro momento haría que las lágrimas brotaran sin esfuerzo. Se ríen de nuestra miseria, de la suya propia, de la vida y de la muerte, ocultos tras una máscara que les hace invulnerables.

Ahora, mientras medio mundo se rebela contra sí mismo y el otro medio ve como se le vacían los bolsillos mientras se vuelve loco buscando el roto en el hondón, nosotros giramos la cara, nos sujetamos la barba postiza y nos atrevemos a pensar que nada de eso es real. Por eso le ponemos música y lo cantamos por cualquier rincón. Aventamos las miserias del mundo creyendo, quizá, que con ello serán menos reales, aunque mañana, o pasado, cuando la cuaresma nos haga regresar a nuestro día a día más secular, volvamos a ser conscientes de que la sangre de los inocentes es tan real como siempre, de que nuestras arcas siguen tan vacías como la semana anterior, si no más, y de que la vida se vuelve gris en el mismo momento en que limpiamos el maquillaje de nuestro rostro y nos quitamos el disfraz para arrinconarlo en cualquier lugar pues ya perdió su efímero sentido.

Ahora, cuando la alegría más mundana invade La Viña o la Plaza del Mercado, intento unirme a la fiesta y busco mi disfraz. Quisiera estar allí, aunque tenga que conformarme con la oficialidad de la televisión pública (¡Bendita globalización!). Me pego a la pantalla y me uno a todos y cada uno de ellos como si el patio de butacas del Falla estuviese en mi salón y el mando a distancia del televisor fuese el de los cortinones de su escenario. Y canto como si fuese uno de ellos mientras caigo en la cuenta de que solo he disfrazado mi alma, que no he sido capaz de entintar mi cana y que sigo dejándome ver por dentro y por fuera. Pero por un momento, sueño. Por un momento me tomo una cervecita con erizos en El Mentidero o me quedo quieto para ver pasar el cortejo por Puerta Tierra mientras me resuenan unas "alegrías" por dentro como si fuesen fuegos de artificio. Me escapo del sofá y me marcho con ellos a disfrutar de un anochecer entre churros y chocolate, junto a Carlos, el granaíno, para tararear por lo más bajo... "La Habana es Cádiz con más negritos. Cádiz, La Habana con más salero...".
Lástima que todo sea falso y mañana siga todo igual.

Lástima que solo sea carnaval.

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