Otra vez se acerca el día. Como todos los años. Sé que, como siempre, volveré a equivocarme y confundiré a santos con difuntos. Y celebraré a mis difuntos en el día de los Santos equivocadamente. O quizá no. Porque para mí, para cada uno de nosotros, todos nuestros difuntos merecen la santidad y por eso no puedo, no podemos, esperar al día siguiente y los visitamos en este día en el que se reúnen, hacinados pues son multitud, todos cuantos hicieron méritos pero no alcanzaron la notoriedad de tener dedicada una fecha en exclusiva. ¡Y son tantos!
Otra vez visitaré el camposanto. Pero esta vez lo haré con flores. Inútiles flores.
Romería fúnebre en la que las risas y estruendosos comentarios se entremezclarán con el silencioso dolor de quienes sufren una pérdida sentida, en el alma o en el tiempo.
Trasiego de gentes preocupadas, al menos en este día, de que a los suyos no les falte de nada. Como si su bienestar dependiese de la cantidad de abrillantador derramado sobre la losa en la que un señorial ángel de alabastro o una fotografía que hace tiempo perdió sus contornos, son identidad de quienes allí yacen.
Carrusel de colores, cestas y flores que invitan a participar en una fiesta que, por momentos, nos hace olvidar la seriedad del entorno y el respeto que merecen sus moradores. Equívoca idea de tétricos lugares manchados de gris elevado al infinito en alargados cipreses de sombra incierta.
Verbena de lúgubre alegría, aprovechada por los ausentes para visitar, por una vez cada año, a familiares y amigos, al tiempo que se cubren apariencias de manera innecesaria.
Idas y venidas entre aromas de churro y panecillo. Vocinglería feriada compitiendo por atraer a quienes deambulan con la mente perdida en otros lugares.
Excursión de irreverente festividad enmascarada por rebecas de oscura tonalidad que intentan tapar las alegrías del alma. Que no es ese el mejor lugar para enseñar el arco iris.
Y yo, nosotros, entre toda esa baraúnda, intentaremos llegar a un destino conocido por frecuente. Y charlaremos en silencio. Y en silencio rezaremos. Sólo una oración de recuerdo, sólo unas palabras para calmar el alma. Como en todas las otras visitas, un -¿cómo estás?-, o un -¡cómo te añoramos!-, para dejarnos claro, a nosotros mismos, que aún sigue en nuestra memoria, en nuestra más íntima memoria, a pesar del tiempo. Pero esta vez, como es festiva, como hay que recordar a todos los santos, iremos con flores.
Y al día siguiente volveré. Pasearé las estrechas calles, sortearé nichos y lápidas, y volveré allí. Sin gentes ni flores. Sin recordar que es el día en que los difuntos deben recibir el homenaje de quienes les recuerdan sólo por un día cada año. Y volveré a preguntar, en silencio, -¿cómo estás?-, como si no supiera que ya no hay respuesta y que sólo escucharé el silbar del aire entre los cipreses. Y de regreso, como siempre, saludaré a don Miguel, testigo, también mudo, de mis paseos entre panteones y, en mi ensimismamiento, recordaré a otros muchos que, poco a poco, se fueron alejando de mi cana y que en estos días vienen a los recuerdos en tropel fantasmal.